Hoy ya tenemos licencia para ir con la cara la viento. La autoridad (in) competente nos autoriza a ir como el Raimon, ¡al vent!, sin mascarilla por la calle o en los carriles y siempre que no seamos muchos en el grupo. Pero el virus ... sigue ahí y puede que haya una cama de UCI a la espera. Creo que vamos demasiado deprisa y seguimos confundiendo el culo con las témporas y la ideología con la posibilidad de pillar una infección. El coronavirus es profundamente demócrata. Se liquida, por igual y a lo raso, a los pulmones de izquierda, derecha o centro. No hay extremos que valgan. La neumonía bilateral no pide carné ni pureza de sangre. Asfixia a todos los ciudadanos sin atender a clase, raza, condición ni creencias. Por eso un servidor va a seguir usando el tapabocas con la prudencia necesaria para regatear la Covid-19, que ya se ha cobrado más de 1000 vidas en la provincia.
Me sorprende como algunos reciben los anuncios de las autoridades (in) competentes como palabra infalible y no son si no aprendices de este momento histórico que nos ha tocado vivir y a otros morir. La política no cura, la medicina sí y la prevención sana aún más. En todo este tiempo en el que empezamos a usar las mascarillas e imitar a surcoreanos y japoneses hemos descubierto que la compra masiva de rollos de papel higiénico no sirve para frenar la ola de infecciones, pero el uso de las mascarillas ha servido para frenar los síntomas de muchos alérgicos, anular a la prima hermana del coronavirus, la gripe, y contener el tsunami de contagios.
En la película de Spielberg, Tiburón, el taimado burgomaestre quita importancia a la voracidad del escualo y señala: la playa es un lugar seguro para los bañistas… Desde entonces, cuando por la tele sale un tipo flanqueado por banderas y se dirige a la población (los bañistas) diciendo que no hay que temer nada, que todo está bajo control y que los ciudadanos deben mantener la calma, se me ponen los pelos como escarpias.
Así que yo llevaré mi paquetillo de mascarillas por si las moscas. Se que todos somos iguales ante la enfermedad que está en el vent, el airaso de Jaén, la tramontana, el cierzo o el solano. The virus, my friend, is blowing in the wind. Siempre me gustó más Dylan que la Nova Cançó.
Compadre, la canción protesta tiene un puntazo. A mí me pone. Como me lo has dejado en bandeja sigo con Raimon, 'digamos no, nosotros no somos de ese mundo'. De intereses partidistas o de mirar si el PIB crece un par de puntos sobre lo que tenía previsto la OCDE para que el politicastro de turno saque un puñado de votos a costa de unas toses anónimas. Cuando escribo estas líneas -flipo con los tópicos de los articulistas; me hace sentir importante-, se está anunciando que en los campos de fútbol y pabellones de baloncesto habrá público. Mi duda es si tras estas decisiones rige la sensatez pública o el egoísmo político. Es obvio que, en general, los españoles en el último año hemos superado a nuestros in-competentes -magister Agudo dixit-. Confinamiento, distancia de seguridad, vacunas, toque de queda… Hemos sobrevivido a mensajes confusos y engañosos emitidos por el gobierno. O a sus mentiras descaradas. Intuíamos que la desescalada era precipitada, pero nos pudo la ilusión y el cansancio. No quieran los hados que con las mascarillas suceda lo mismo.
Es un coñazo llevarlas. Amén de las veces que he vuelto desde la calle porque se me había olvidado. Nadie quiere mascarillas. La cuestión es si es hora de encender una lumbre de San Antón para quemarlas. Vistámonos despacio que tenemos prisa. Que el momento de desecharlas sea de verdad para siempre.
Contempla, Antonio, que la mascarilla ha supuesto un cambio histórico en las relaciones personales. Nos hemos acostumbrado a mirar sólo los ojos del prójimo. A contemplar los ojos. La parte más expresiva del rostro humano. Los que nadie tiene feos. Sobre ese apunte del semblante hemos idealizado la cara. Debajo de la mascarilla no había caries. Ni arrugas sobre el labio superior. En su momento habrá estudios que confirmen la tendencia a la idealización de los rasgos faciales que permanecían ocultos tras el telón. A nadie hemos imaginado con el horripilante progmatismo de los Borbones. Las narices ganchudas ni las hemos considerado. Los cutis, suaves como terciopelo. Los pómulos salientes los justo para manifestar personalidad. Quizá en la ignorancia vivíamos más felices.
En cambio, con la salud pública no caben experimentos. Prescindamos de las mascarillas. Pero que sea definitivo y sin retorno. Cuando nos vendan -yo soy de copla, otro puntazo- unos ojos verdes personales o políticos que no sean una falsa moneda para engañar nuestra credulidad.
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