Hace años, bastantes, pero no tantos, los vendedores de las editoriales llegaban a las oficinas, los ambulatorios o los colegios para vender enciclopedias a plazos. El saber cabía en veinticuatro tomos encuadernados en piel, más los volúmenes anexos de los atlas. Por aquellos tiempos -ignoro ... si lejanos o sólo aparentan la distancia en mi nostalgia- no existía la mensajería. O tú mismo los montabas en el maletero del coche o el esforzado representante los llevaba a la casa con el reproductor de vídeo que regalaban en la oferta. Mensualidades domiciliadas en el banco, estanterías repletas en el salón que evitaban el horror vacui e impedían en las paredes terroríficos paisajes al óleo con lagos, ciervos y montañas.

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También hubo un tiempo en que los periódicos incluían fascículos de historia, ciencias o cocina que terminaban en el taller del encuadernador. ¿Existen todavía artesanos que cosan los lomos en los bastidores? ¡Qué estupidez de pregunta cuando casi no quedan quioscos de prensa que vendan los diarios!

Afirmaba una noticia de anteayer en este periódico que están desapareciendo las bibliotecas escolares. Sin necesidad de estudios ni consultas me permito desmentir la noticia. Están igual de extintas que los dinosaurios. El espacio que en los institutos o la universidad almacena libros se utiliza en el mejor de los casos como lugar de estudio. Los ejemplares que albergan las bibliotecas son un buen aislante térmico. O se convierten en mártires para el fomento de la lectura. Exemplo dato, en el vestíbulo de mi instituto hay un árbol de forma piramidal construido por la superposición escalonada de libros. Por seguro tengo que no fueron sometidos al expurgo que de la biblioteca de Don Quijote hicieron su familia y amigos. Simplemente el azar los trocó de sitio en una misión igual de suicida que la desempeñada en los anaqueles de los que nunca eran movidos. Me produjo, no obstante, desazón ver facsímiles de la revista 'Don Lope de Sosa' utilizados como ladrillos de papel.

Mientras escribo, sentado ante la mesa, rodeado de librerías de madera obscura con puertas de cristal y en cuyas estanterías intercalo alguna foto o recuerdo personal, me siento acompañado. Incluso deseo suponer que la inspiración brotará de las páginas amarillentas que me rodean. Sin embargo, no pienso en mi biblioteca. Es anticipar el final y la muerte con algunos lustros todavía por pelear. A mi espalda están los tomos del Cossío, la biblia del toreo. No cabe mayor desesperanza que ser un volumen encuadernado en tela y cuero que verse sobre la tauromaquia.

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No he caído en el pesimismo ni en la nostalgia. Simplemente constato que la revolución digital que acaba con la era del papel impreso ya ha triunfado. No quedan bastiones de resistencia. A lo sumo, reservas protegidas de especies en extinción. Un universitario no sabe consultar un índice onomástico o de materias, pero sí utilizar el asistente de voz de Google para resolver, si acaso llega a planteársele, una duda intelectual. La muerte es más dulce cuando se afronta con serenidad estoica mientras se reservan las energías para lo que de verdad importa. Usted, precisamente porque está leyendo este artículo, y yo mismo en esta reflexión debiéremos aplicarnos.

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