Los Olivos Suicidas

No queda nadie

Los padres son figuras protectoras de la felicidad filial, demiurgos que mueven hilos y tramoyas para su protección.

Ernesto Medina Rincón

Jaén

Miércoles, 8 de enero 2025, 23:17

Aunque hace años que el Alzheimer le impedía no ya pronunciar una palabra sino tampoco reconocerme, cada vez que le cogía la mano sentía su amor y su protección. Cuando veía que sus dedos artríticos hacían mecánicamente dobladillos en las faldas de la mesa camilla, ... o el pulgar y el índice pespunteaban el vacío con una aguja invisible recordaba los desvelos que había hecho mi madre para criar a sus hijos. Ahora me ha llegado la orfandad.

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El diccionario de la Real Academia afirma que desvalimiento, desamparo, abandono y soledad son sinónimos de orfandad. Que llegan -añado yo- independientemente de la edad que se tenga cuando se alcanza el estado de huérfano. Los padres son figuras protectoras de la felicidad filial, demiurgos que mueven hilos y tramoyas para su protección. Nunca se abdica de la condición de padre. Y el egoísmo de los hijos sabe, que incluso sin haberles reconocido suficientemente los méritos, su mágica armadura de algodón es sempiterna para desviar, o al menos consolar, los golpes de la vida.

Mi madre en los últimos tiempos miraba con ojos vacíos en los que sin embargo siempre atisbábamos un brillo cálido. En los ratos en los que me quedaba solo con ella le contaba cuitas y alegrías, mis amores y preocupaciones. «Mamá, te hubiera gustado. Yo creo que te habría caído muy bien. ¿Tu nieto? Como todos, buscando nuestro lugar en el mundo». De pronto fijaba la mirada antes de volver a sus juegos mecánicos de costura. Así hasta que desde la puerta gritaban mis hermanos «¿cómo está la más guapa de Jaén?». Y por imposible que parezca yo juraría que sonreía. Maternalmente.

Es la paradoja absoluta. Vencida por la enfermedad, ausente de la realidad, desde su sillón llenaba la estancia. Ni siquiera el más insensible podría abstraerse a esa presencia absoluta construida a través de tantos años y con tantos sacrificios de amor. Ésta no es una historia personal. Quienes han pasado por este trance, no importa cuándo, saben el desgarro que se produce al margen de que la dolencia o la edad faciliten la aceptación de la muerte. No les hablo de nostalgia que, al igual que la pena, cierra con el transcurso de los días. Tampoco de que los remordimientos por lo que se pudo haber hecho o se debía haber dicho y por los besos perdidos se conviertan en una niebla que aparezca en las pesadillas o enturbie el resto de la existencia. La naturaleza humana se sobrepone para seguir su camino sin que quepa reproche en disfrutar de las alegrías de la vida. Pero se ha de ser consciente de que la soledad ha venido para quedarse. La engañaremos con la familia, los amigos, el amor. Con la reflexión. Pero desde el momento en que estrenamos la condición de huérfanos, estamos solos. Sin consejeros, sin guardianes. Solos. Desvalidos.

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Supongo que es el precio –que ni considero injusto ni inmisericorde- que hemos de abonar por los servicios que nos prestaron nuestros padres. Saldada la cuenta, quédenos el consuelo de que les dijimos cuánto los queríamos antes de que al volver la cabeza comprobemos que no queda nadie.

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