Eso que tú me das

Cuando la salud coge el puesto primero, las cosas se ponen solas en su sitio. Entonces, celebrar lo pequeño deja de ser una frase de postal para cobrar su sentido más real: alegría porque durmió siete horas, comió con hambre o mejoró la analítica

manuel martín garcía

Sábado, 16 de octubre 2021, 22:52

Hay veces que todo va bien. Uno mira alrededor y lo allegado parece en orden, sin incidencias, viento en popa y mucha brisa de cara. Pero suele pasar que, en estos días de racha o con la vida a favor, en lugar de complacernos o ... de dejarnos llevar, machacamos nuestra mente con otras nuevas mareas que nos podrían llegar. Hay quien cree que esto pasa por una presunta ley de la atracción según la cual, cuando una idea se implanta en nuestra mente, 'fuerzas invisibles' intentan hacer realidad esa imagen («si lo piensas, lo atraes»). Para otros, es el poder del pensamiento el que nos boicotea y nos hace creer que no somos merecedores de un estado de felicidad estable y, en fin, los profesionales que estudian estas construcciones mentales coinciden en que es el estrés arrastrado el que se impone en forma de ansiedad y de temor hacia el futuro.

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Pensaba todo esto mientras intentaba dormir muy pasada la madrugada: suele ser que por la noche lo vemos todo más feo, hacemos fundido a negro o nuestra mente se enreda en eso que más nos duele. Si al juego mental nocturno le acompañan el calor o la fatiga, el desvelo se convierte en deambular por la casa y echar un vistazo al móvil mientras deseamos ansiosos que el reloj nos devuelva la hora de comenzar.

Mientras conciliaba el sueño, daba vueltas a eso de 'disfrutar de lo bueno' en un intento también de olvidar el temor vivido en las últimas semanas por la enfermedad repentina de un gran amigo. O mejor, de un amigo grande y no porque ahora esté malo lo elevo a bueno; es que es gigante.

Por azares del destino, este señor de casi cincuenta con tres hijos aún medianos y muchos frentes que pelear se encuentra un buen día con que tiene una cosa inesperada que requiere una medicación fuerte de las de machaque físico y paliza emocional. En un par de días ha pasado de sentirse fuerte y sano a pedir cama; de tirar del carro a ser vulnerable y de hoy para mañana.

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Huelga detenerse en ningún detalle concreto: quien más quien menos ha vivido en carne propia o en pellejo amigo el dolor que nos muele a palos cuando la enfermedad se nos viene cerca. Es entonces cuando cambian las prioridades, cuando aprendemos a poner orden: ya no entramos en cabreos por bobadas, no añoramos el asunto material, nada importa que el trabajo exija, el cansancio apriete o se acaben las vacaciones.

Cuando la salud coge el puesto primero, las cosas se ponen solas en su sitio. Entonces, celebrar lo pequeño deja de ser una frase de postal para cobrar su sentido más real: alegría porque durmió siete horas, comió con hambre o mejoró la analítica. Cada avance es una fiesta privada, un subidón interior: sonreímos hacia dentro.

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Un diagnóstico inesperado nos hace caer en la cuenta del estúpido tiempo invertido en quejarnos por nada; nos obliga a desechar vanidades ridículas, empezamos a lamentarnos por haber dedicado la mente a sufrimientos anticipados que nunca estrenamos. Un tratamiento médico –muchos de ellos– nos recuerda que de verdad 'no valoramos lo que tenemos'. Y nos detiene en seco para centrarnos en resistir u orientarnos a cuidar.

Esto que ahora escribo es el pan nuestro de cada día: hospitales y centros de salud suelen andar repletos de trastornos puñeteros, enfermedades raras, infecciones y desórdenes físicos o mentales que perturban nuestra normal existencia. También hay casas de mucha gente con olor a medicina, ancho especial de puerta, aparatos sanitarios, noches en vela.

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Y aunque de sobra sabemos que hay que vivir con ello como hay que intentar gozar de un buen baño, un buen paseo o una buena compañía, cuesta infinito aceptar lo que la vida nos trae, mantener el tipo, convivir con la nueva enfermedad (o la antigua y progresiva en tantos casos), manejar la esperanza y hasta otorgarle un sentido.

Pienso yo que el sentido del sufrir no está nunca en los porqués porque no se justifica. No está tampoco en el quién –todos iguales somos, los que nacieron con algo y los que vinieron sanos; los jóvenes y no tan jóvenes; los del sur y los del norte–. Para mí, el dolor debe tener un sentido por una razón sencilla: es una realidad radical casi obligada (o al menos inevitable); una experiencia tan humana como la alegría o la amistad, tan universal como la belleza.

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Tiene que tener un sentido y no es tolerable resignarse mientras haya avances médicos, recursos y fármacos. Tampoco el sentido lo da la espantosa compasión, la pena sorda, el aguante estéril.

A principios de este año se emitía una entrevista en La Sexta al cantante de Jarabe de Palo, Pau Donés, aquejado por una grave dolencia, una de tantas tantísimas que se describen como un túnel largo, un golpe duro. Vale la pena buscarla en Youtube, pues en sus palabras se esconde buena parte del sentido que la enfermedad tiene.

El artista se refiere al amor a secas, que en estos casos aparece subrayado, se torna incondicional, prioritario y sereno, llenando casi por completo el día a día de enfermos; y siendo el motor que da cuerda a amigos y familiares. «Mi hija me ha enseñado a querer y a demostrar cómo querer. Me ha enseñado a decir 'te quiero' y a decirlo con el corazón, mirando a los ojos».

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También la enfermedad renueva y acrecienta la pasión por la vida. De repente descubrimos el presente, que es lo que de verdad tenemos: «Cuando la gente siente miedo a la vida, a las cosas, a moverse, a decidir; a querer y a que le quieran, es terrible, bloquea. No se puede tener miedo a la enfermedad, al dolor. Hay que vivir».

A lo largo de la entrevista, Pau Donés habla de gratitud, propone «no odiéis» y «querámonos». Claro que vivir era esto y era aquello, «eso que tú me das».

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