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No hace falta ser un agudo analista para percibir nuestra cultura occidental, donde podemos incluir otras zonas desarrolladas del planeta, como la de la sociedad ... del espectáculo. Lo vivimos en todos los ámbitos y se significa y maximiza en la política y en los políticos (donde cada vez más se pierden los argumentos y priman los eslóganes, los titulares, la escenificación de la impostura). Pero es algo que inunda todo nuestro contexto, en las redes, las televisiones…, en la convivencia, en cualquier circunstancia. Simplemente basta dar una vuelta por las distintas programaciones televisivas y mayoritariamente nos abducimos con los diferentes guisotes viscerales, con la espléndida exposición de la miseria humana, con la banalidad y la exacerbación más absolutas.
Ya ha llovido desde que en 1967 el filósofo Guy Debord publicaba 'La sociedad del espectáculo'. Sin embargo aquella obra sigue ofreciéndonos hoy reflexiones plenamente válidas; aunque su autor no creo que imaginara la vorágine actual. Básicamente, Debord trata de explicar que las personas hemos dejado de relacionarnos como realidades, para pasar a hacerlo como representación. El ser por el parecer, que en la actualidad y cada vez de forma más extensa impera en nuestra forma de comunicarnos. Hemos creado una realidad paralela donde priman las emociones sobre el razonamiento, donde el sentido crítico y la ética pasan a ser una realidad colectiva manipulable. La verdad no importa; lo que cuenta es impresionar, emocionar, encandilar. Prima la artificiosidad. Nos hemos convertido en cautivos de nuestra imagen y de los posicionamientos maniqueos a los que nos abocamos con nuestra pasividad racional y moral. Cada vez menos somos capaces de alzar un elaborado discernimiento, lo que nos lleva a construir una imagen de nuestra realidad adulterada. Esa cultura del espectáculo enfanga nuestras relaciones humanas y adultera la aproximación al conocimiento, al sentido crítico y al ingenio. Los ciudadanos nos convertimos en espectadores, consumidores o hinchas. Ya lo predijo la serie británica Black Mirror en 2013 en el episodio 'el momento Waldo'. Inevitablemente la democracia se convierte en demagogia, los programas políticos en eslóganes, el diálogo en exabrupto, la campaña electoral en show político, los debates en espectáculo mediático… Esta misma serie avisaba con sus magníficos guiones que en la sociedad del encandilamiento y la escenificación, la humanidad se zombifica cada vez más y se está olvidando de los principios más básicos. En la era del marketing y de lo efímero, la política se ha divorciado de la argumentación, del verdadero debate. La gestión de las cuestiones que auténticamente nos conciernen se ha convertido en un juego de estrategias electorales, de oportunismo, y de asesores especialistas en marketing. Vargas Llosa habla de la civilización del espectáculo, donde desde unos sobresalientes logros nos hemos deslizado hacia la banalización de la cultura, la generalización de la frivolidad, la chismografía y el escándalo mediáticos. Y la cultura que se pretende avanzada es en mucho un cajón vaciado de sustancia y vigor, propagando el conformismo desde la complacencia y la autosatisfacción. Y, mientras, me viene a la memoria T.S. Eliot, cuando dijo que la cultura es «todo aquello que enriquece la vida».
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