Los espíritus de otoño
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Los dueños de los bazares chinos y los burócratas que nos cambian la hora del reloj son los encargados de anunciar que el otoño ya está aquíSabina miró el fondo del vaso de güisqui y allí, entre los restos del hielo, nadaba el augurio del final del otoño. Lo condensó en aquel axioma de «el otoño duró lo que tarda en llegar el invierno». En el caletre del cantante se abría ... paso la sensación de que el clima estaba cambiando y las estaciones moderadas sufrían una extraña anorexia. Adelgaza la primavera y se va perdiendo el otoño con la misma pulsión que en la política se evaporan los partidos moderados. Los tibios no han gozado de buena prensa desde que el Apocalipsis sentenció: «porque eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré por mi boca». Antes la tibieza amarilla del sol, que llegaba con la procesión de la Virgen, era bienvenida porque ponía fin a los largos calores del estío. Ahora el verano se alarga hasta las vísperas del Día de Todos los Santos. Quedan en el limbo las tardes de recacha con la veleta al Sur, del café aburrido con los amigos, de las novenas de velo y luto, de las chimeneas inaugurando el reinado del frío, o de la carne de membrillo recién envasada en las latas de Puente Genil.
Si algún año el otoño se demoraba más de la cuenta, San Lucas se encargaba de anunciar su llegada mojando a placer el albero de la plaza de toros de Jaén y privando a la afición de la última feria taurina del año. Pero resulta que el calendario de los toros va dejando de ser referencia para anudar acontecimientos o para concitar reuniones de olivareros que calculan el aforo de la próxima cosecha. Vivimos tiempos líquidos, evanescentes y frívolos que fijan la llegada de la tercera estación llenando con disfraces de esqueletos, momias, brujas, vampiros y demás parafernalia los bazares de los chinos. Y mezclados con los disfraces, ofrecen multitud de ramos de flores de plástico para adornar cementerios. Ahí es donde se marca el cambio del tiempo. Ellos, los dueños de esos bazares, son los encargados de anunciar que el otoño ya está aquí. Bueno, ellos y los burócratas cantamañanas que siguen obligándonos a cambiar la hora de los relojes el último domingo de octubre para cabreo de las vacas que les ordeñan una hora más tarde.
Para no ser menos que los chinos, este año el presidente del Gobierno en funciones se ha apuntado a una nueva moda y ha cambiado de sitio a su muerto de referencia. En el tema de los difuntos las sensibilidades son múltiples. Lo habitual venía siendo acercarse hasta el cementerio, rezar una oración por el eterno descanso del finado, meditar un rato sobre la brevedad de la vida, o recordar y recitar un poema en su memoria. Todo ello acompañado de unas flores, naturales o de plástico. La costumbre también prescribía, al regreso del camposanto, comprar en cualquier pastelería una docena de huesos de santo, para endulzar el recuerdo y la ausencia.
Pero, como cambian las modas y los modos, se ha introducido como nueva variante en temas funerarios la del paseo en helicóptero de tumba a tumba. Algo así como el juego de la oca, aunque sensiblemente más caro y más contaminante. La modalidad, recién estrenada, ha tenido un gran seguimiento en los medios de comunicación y no se descarta que se filmen nuevos capítulos de esta serie con otros personajes de la historia de España reciente, aunque para ello habrá de destinarse una partida de gasto en los Presupuestos Generales del Estado, que no es moco de pavo. Evidentemente ese dinero podría tener una finalidad más social, pero ya sabemos que hay gustos y caprichos como colores y allá cada cual con sus manías y su cosecha de votos.
Al que tampoco le va nada bien últimamente es a otro muerto ilustre, que tuvo lustros de gloria y ahora está casi olvidado. Don Juan, el Tenorio de toda la vida, anda dando tumbos por esos mundos de Dios buscando escenarios en los que mostrar su ardor amatorio en los versos que para él escribió Zorrilla, pero tampoco corren buenos tiempos para botarates de esta calaña. Al final, este año ha conseguido que le dejen la sala Falla del Palacio de Congresos y le permitirán actuar el próximo viernes por la tarde.
En fin que, con tanto cambio, la estación del otoño se parece cada vez más a las estaciones de ferrocarril cerradas de la línea Guadix-Almendricos. Les queda el nombre y las paredes, pero han perdido su función, como la ha perdido la ropa de entretiempo. Los otoños de la memoria son como la puerta del viento que traía toses, bufandas, jarabes y castañeras. Amanecían los días entre copas de orujo en las cantinas para aclimatar los adentros al frío de la madrugada. Cambiaban los olores, las luces, las ropas, los andares y hasta los saludos. Entraba la rutina en el bregar diario, a lomos de las hojas teñidas de marrón y mojadas de tristeza. En centros culturales y casinos recreativos se inauguraban exposiciones de pintura o macramé. Los cines vestían sus fachadas con enormes carteles anunciando los estrenos de sus pantallas. A la hora del vermú, de boca a oreja, señores de aspecto respetable y vida licenciosa iban comunicando las novedades que ofrecían a su clientela las casas de lenocinio de La Manigua y por la tarde acompañaban a sus esposas hasta la plaza de la Mariana para tomar un chocolate con churros. Era el trasunto de la vida que se aleja, derrotada, camino de los cuarteles de invierno.
Ya no hay otoño. El verano nos mete de cabeza en Halloween para que siga la fiesta, en la que hasta se pasea a los muertos. Y no hay más cera que la que arde.
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