Los españoles desconfían más que ayer de los partidos políticos, pero menos que mañana. Eso es lo que dice el estudio número 3.383 del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), publicado a finales de noviembre. Los partidos ocupan el furgón de cola en los índices ... de confianza de los ciudadanos, con una puntuación de 3,70 sobre 10. La mayoría de los encuestados considera que las cosas irán a peor y sólo el 14,5% de ellos cree que dentro de cinco años tendrán más confianza que ahora en las formaciones políticas. El pesimismo se ha instalado en la sociedad española; vivimos una profunda crisis institucional y los ciudadanos culpan de la misma, en gran medida, a los partidos políticos. Ni siquiera los dos grandes partidos, PSOE y PP, son capaces de entenderse para asegurar la gobernabilidad del Estado y resolver los grandes problemas de España en momentos difíciles, como el presente. ¿Por qué han de ser ceros o unos (código binario, como el de los microchips), mientras los alemanes han conocido grandes pactos y decenas de gobiernos de coalición desde 1949, cuatro de ellos formados por democratacristianos y socialdemócratas?
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El artículo 6 de nuestra Constitución plasma lo que la doctrina alemana de los años veinte denominó como 'Estado de Partidos'. Y lo hace atribuyéndoles la condición de actores privilegiados de la democracia, al señalar que «expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política». El Tribunal Constitucional (TC) se ha referido a la discutida posición que los partidos tienen en la democracia actual, al situarse en la zona gris, entre lo público y lo privado (STC 3/1981, de 2 de febrero), pero ha dejado claro que «los actos de un partido político no son actos de un poder público», y apostilla que «los partidos políticos no son órganos del Estado», de manera que la trascendencia política de sus funciones no altera su naturaleza y el poder que ostentan «sólo puede ejercerse sobre quienes, en virtud de una opción personal libre, forman parte del partido» (STC 10/1983, de 21 de febrero, FJ 3). Vemos, pues, que los partidos políticos no son poderes públicos, pero a menudo se comportan como si lo fueran.
En la Europa de entreguerras, Thoma, Kelsen y Radbruch justificaron el 'Estado de Partidos' como una necesidad de la democracia moderna, pero sin caer en ingenuidades de manga ancha. Dichos autores eran conscientes de las desviaciones a las que podía conducir una mala praxis del 'Estado de Partidos' en el sentido denunciado por Triepel, Leibholz, koellreuter y Carl Schmitt. Ya entonces se advertía del peligro de que los partidos se atrincheraran en las instituciones y las manejaran a su antojo hasta convertirlas en instrumentos de la lucha por el poder.
Kelsen, considerado el mejor jurista del siglo XX, reconoce que sería una hipocresía pretender que la democracia pueda funcionar sin los partidos políticos, pero subraya la necesidad de garantizar su democracia interna y al mismo tiempo destaca que la democracia sería imposible sin la configuración sistemática de instituciones de control; instituciones que, por razones obvias, no pueden ser colonizadas o mediatizadas por las formaciones políticas. En este sentido, en su ensayo 'De la esencia y valor de la democracia', Kelsen rechaza cualquier influencia de los partidos políticos sobre la ejecución de la ley por los Tribunales o por autoridades de la Administración. El partidismo egoísta y desaforado busca justo lo contrario, es decir, el control de dichas instituciones, aniquilando la división de poderes y la neutralidad de la Administración y de los servidores públicos. El clientelismo político, las puertas giratorias, la designación de adeptos o paniaguados fácilmente influenciables, el retorcimiento del concepto de 'reconocido prestigio' de los candidatos, todo vale con tal de conseguir ese control.
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El problema no es el 'Estado de Partidos', como algunos apóstoles del adanismo quieren hacer ver con actitudes antipartidistas que cuestionan la propia democracia. No, el verdadero problema es la deslealtad constitucional, el partidismo egoísta que ejercen las formaciones políticas en determinadas decisiones, anteponiendo su propio interés al interés general de la Nación. ¿No es esta la justa percepción que los ciudadanos pueden tener acerca de lo que está sucediendo con la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y del TC? Hace dos años, desde esta tribuna, critiqué duramente el atascadero en el que se encontraba la renovación del CGPJ. Su presidente, Carlos Lesmes, dimitió en octubre, aduciendo que no quería convertirse en cómplice de una situación aborrecible e inaceptable, y el 4 de diciembre se cumplieron cuatro años desde el vencimiento del mandato de los vocales del CGPJ. Para colmo, el CGPJ, al que corresponde proponer el nombramiento de dos magistrados del TC, se halla dividido en dos bloques, conservadores y progresistas, que no se ponen de acuerdo y mantienen bloqueada la renovación del TC. A su vez, el Gobierno no ha tenido mejor idea que proponer el nombramiento de un exministro de Justicia, Juan Carlos Campo, y de una exalto cargo del Ministerio de la Presidencia, Laura Díez, como magistrados del TC. Aunque ambos sean «juristas de reconocida competencia con más de quince años de ejercicio profesional», hay un serio problema de imagen y credibilidad y se olvida que, por su procedencia, deberán abstenerse en no pocos asuntos.
Algunos conservan aún la capacidad de asombro al observar que el Congreso y el Senado parecen convidados de piedra, a pesar de que están obligados a adoptar las medidas necesarias para que la renovación del CGPJ se produzca en plazo y son ambas Cámaras las llamadas a elegir diez vocales cada una de ellas, por mayoría de tres quintos de sus miembros. Sin embargo, los vocales del CGPJ que deben designar salen de las cocinas de los partidos políticos, que anticipan, sin recato alguno y antes de que el nuevo Consejo se constituya, quién será el futuro presidente del CGPJ y del Tribunal Supremo (a pesar de que esta decisión corresponde a los vocales del CGPJ, reunidos en pleno). Recuerden el fallido ofrecimiento a Manuel Marchena, que renunció al conocerse los mensajes de WhatsApp del senador Ignacio Cosidó, jactándose de que el acuerdo permitía controlar «por detrás» la Sala Segunda del Tribunal Supremo. La Asociación Judicial Francisco de Vitoria recurrió en 2014 el nombramiento de Carlos Lesmes por la existencia de tratos previos entre los partidos políticos para su designación. La sentencia del Tribunal Supremo de 16 de diciembre de 2014 señala que el nombramiento del presidente del CGPJ realizado por los vocales como expresión de un mandato imperativo, en cumplimiento de una orden o condición ilegal, sería nulo, pero en ese caso no estimó probado que la elección fuese «la plasmación servil de lo que otras personas habrían sugerido u ordenado previamente a los vocales».
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La lucha descarnada de los partidos por el control del CGPJ, del TC y otras instituciones, que son de todos los españoles, daña sobremanera la credibilidad del sistema democrático. Está en nuestras manos reparar el daño causado y sólo hay una receta para salir cuanto antes de esta grave crisis institucional: abandonar el egoísmo en favor del interés general; anteponer la lealtad constitucional a los intereses partidistas y asegurar el recto funcionamiento de los órganos constitucionales, respetando los requisitos, plazos y procedimientos para su renovación. Lo que ha sucedido se veía venir hace casi cuatro décadas. El TC, entonces presidido por Francisco Tomás y Valiente, lo barruntaba y por eso advirtió de la necesidad de «mantener al margen de la lucha de partidos ciertos ámbitos de poder y entre ellos, y señaladamente, el Poder Judicial» (STC 108/1986, de 29 de julio, FJ 13). Es obvio que los partidos políticos desoyeron esa advertencia y lo siguen haciendo, desvergonzadamente, a vista, ciencia y paciencia de los españoles. Creo que es hora de aprender la lección.
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