Estado y Religión
El resultado ha sido, es, como es bien visible en el ejemplo de Europa, que los pueblos sin una base religiosa no aguantan mucho los avatares de la Historia
carlos asenjo sedano
Granada
Lunes, 25 de mayo 2020, 00:00
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carlos asenjo sedano
Granada
Lunes, 25 de mayo 2020, 00:00
En el actual estadio de la conformación del Estado, especialmente en las naciones de raza blanca, generalmente de etnia aria y también, en parte, semita, ... con vocación y, frecuentemente, organización democrática, el fenómeno más significativo es su tendencia a separarse o ignorar la religión, de cualquier clase o creencia, desplazando el origen de todo poder de Dios –en cualquiera de sus versiones, no necesariamente la judeo cristiana, aunque aquí el fenómeno es más perceptible– para trasladarlo al pueblo. De la tradicional fórmula 'ser rey o autoridad por la gracia de Dios' se ha pasado a serlo por la gracia y elección del pueblo, convertido así en una especie de Dios colectivo e inefable e infalible, según sentenció J. J. Rousseau.
El fenómeno comenzó con los inicios revolucionarios de 1688 en Gran Bretaña, para consolidarse con la Revolución Francesa de 1789, modelo y ejemplo para todas las que han surgido después, que no han sido pocas. Pero en Europa, la primera bandera la alzó Lutero cuando rompió el sutil velo de la Cristiandad, dando lugar al fraccionamiento del catolicismo, aunque ya reconocía sus antecedentes en los cismas anglicano y oriental, el de Focio y Cerulario, amén de Enrique VIII de Inglaterra, al que más tarde, los ilustrados, especialmente los franceses, acabaron por dar la puntilla.
Y sin embargo, tal proceso parece entrañar una gran contradicción. Primero –aparte las creencias de pueblos y circunstancias–, porque la Religión no sólo precedió al Estado, sino porque fue su germen, proporcionando a los artífices de éste, ya desde muy antiguo, las claves de lo que significaba una jerarquía piramidal, esencial para su nacimiento, y un más o menos evolucionado concepto de la ética, sobre el que, después, especialmente los romanos, montarían su formidable estructura legislativa.
Fue la evolución, siempre girando alrededor de ese poder superior al que debía someterse el pueblo deísta, y de una ética que debía regular las relaciones entre los hombres y los pueblos, la que facilitó el nacimiento y desarrollo de la teoría política, y por ende, la creación del Estado como organismo vicario de aquel Dios real o imaginado. Y así surge el Estado, que quiere ser, a su modo y manera, una imitación del hipotético reino de los cielos, sobre todo en lo que atañe a su organización jerárquica y a su formulación de ámbitos especiales concretos para premiar el bien o para castigar el mal, aunque aquí Freud nos ofreciera su particular interpretación del asesinato del padre.
A la sombra de ese esquema surgieron los primeros Estados, obviamente con estructuras rudimentarias pero eficaces, que el tiempo iría perfeccionando hasta culminar su invento ya en la época histórica, sin olvidar que el Estado era, y quería ser, una simple imitación de la pirámide celestial
La Revolución, concretamente la francesa de 1789, alimentada por las teorías de la Ilustración, intentó –en su afán de dar la vuelta al proceso– crear un artilugio, el del ser supremo de Robespierre, que sustituyera el proceso tradicional, pero no funcionó, amén de utilizar la guillotina para ese cambio. Y dándole la vuelta a la pirámide, proclamaron que todo poder viene del pueblo –¡tan perecedero!...– dejando la religión en la base de la pirámide. Y como era lógico, enseguida, pasar a expulsarla de la estructura del Estado, de cualquier Estado.
El resultado ha sido, es, como es bien visible en el ejemplo de Europa, que los pueblos sin una base religiosa no aguantan mucho los avatares de la Historia, en su constante vendaval. No tienen ni la moral, ni el deseo, ni la fuerza suficientes para enfrentarse con las circunstancias adversas que se ofrecen cada día, mientras el hedonismo, la satisfacción personal, el placer, el sálvese quien pueda, el dar la espalda a toda batalla, el ignorar al próximo, el rehusar todo sacrificio y deber, sin esperar nada del mañana..., sin un agarradero religioso de mayor trascendencia como el de ayer, incapacita a los pueblos y a los hombres para enfrentarse con el enemigo que todo tiempo futuro lleva en sus entrañas.
En cualquier caso, entre aquella religión que ofrecía una esperanza a la postmortem que nos compensara de las muchas penalidades sufridas por todos los habitantes de esta tierra, en todos los tiempos, y este ateísmo de pan para hoy y nada para el mañana, es evidente que, hasta hoy, los pueblos han preferido aquella medicina, aunque muchos la tacharan de simple droga o un simple cabalgar sobre el mito de la ignorancia. Y así nos han privado de la esperanza posible de un mañana quizá más feliz, a cambio de una existencia siempre a caballo de la angustia vital.
Y en esa tesitura, más o menos, se encuentra Europa. Muy culta, muy rica, muy placentera, pero peligrosamente abocada al ateísmo integral, Un camino que puede acabar con sus dos milenios de civilización esplendorosa, quizá ya en fase decadente, como pronosticaron los maestros Spengler y Toynbee.
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