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Llegadas estas fechas, lo habitual en muchos hogares es montar el belén. El año pasado tuve que dejarlo a medias, cuando de la caja donde las figuritas duermen su largo silencio saqué el rebaño, el pastor y el perro. Este último es un pointer, también ... conocido como pachón, que tiene un enorme parecido con Patxi López, pero sin gafas. Recuerdo que para que no hubiera malos entendidos, lo volví a guardar y las ovejas quedaron desperdigadas entre el musgo y las cortezas de pino. Ya se sabe que en las cenas de Nochebuena se desatan las lenguas de los cuñados y la presencia del pachón podría dar pie a que alguno se mofara del parecido que tiene mi can con el portavoz socialista en el Congreso. Quise evitar a toda costa que mi nacimiento se convirtiera en un pifostio. Pese a tanta precaución, al final hubo recochineo entre nueras y cuñados, ya que no caí en que el pastor, a su vez, se parece mucho a Alberto Casero, el diputado del PP que con su voto equivocado sacó adelante la reforma laboral con el consiguiente cabreo de su grupo parlamentario. Este año no cuento con la ayuda de los nietos, que se van haciendo mayores, y en el portal no estarán los dinosaurios ni los unicornios que colocaban a su libre albedrío junto a los camellos de los Reyes Magos, lo que le daba un toque naif muy propio de estas fechas. Voy a tener complicado terminar el montaje, pues ni el ambiente social ni el cambio climático ayudan demasiado. Falta ese frío invernal que solía templar los ánimos e invitaba a recogerse temprano. Últimamente, en este puñetero país, hay más pifostios que belenes, más broncas que villancicos, más muros que manos tendidas y más insultos que panderetas.
El imaginario infantil situaba el nacimiento y sus figuras en una Palestina idealizada, con palmeras, pozos, regatos de agua, castillo de Herodes, lavanderas, molineros, pastorcillos, ángeles, posada, patos, labriegos... y toda la variada fantasía del diario vivir, que los artesanos del barro han ido creando a lo largo de los siglos. Pero, en los tiempos que corren, hay que procurar que esas lavanderas agachadas junto al río no levanten airadas protestas de Yolanda y de las ministras de Igualdad e Inclusión y Seguridad Social. O los artesanos moldean figuras de hombres lavando sus gayumbos en el río o puede haber problemas. Lo mismo cabe decir de esos molineros que están día y noche cargando con los sacos de trigo, cuando el horario máximo es de treinta y siete horas y media a la semana. Y no voy a cuestionar el trabajo infantil de los pastorcillos, no vaya a ser que la ministra de Juventud e Infancia, Sira Rego, obligue a retirar de los belenes esas imágenes. Porque si algo se conjuga a la perfección en los gabinetes de Sánchez es el verbo prohibir.
Este afán por prohibir, esa vocación inquisitorial nunca apagada, ha provocado la aparición de nuevas plagas de viles soplones, infelices chivatos, denunciantes mezquinos y viejas del visillo, que disfrutan acusando al prójimo. Hemos vuelto a los tiempos de Quevedo e instintivamente tratamos de pensar lo que se dice, antes de decir lo que se siente. A la presidenta del Congreso estas cosas le encantan. Pero hay más. Estamos asistiendo al levantamiento de muros, que es la última novedad aportada por Pedro Sánchez para la temporada otoño-invierno en política. El viernes viajó a Oriente Medio, lugar apropiado para ver muros que arruinan el futuro de Palestina e imposibilitan el entendimiento con Israel. No sé si habrá tomado nota de que por ahí no arde el puro. Quién iba a decirnos que llegaríamos a esto quienes vivimos aquellos años de optimismo cuando los amigos nos traían de su viaje a Alemania un trozo del muro de Berlín, como trofeo de la nueva Europa en libertad. Pensándolo bien, creo que no voy a montar el belén. Tendría que ponerle muros, carros de combate y alambradas. Y así no hay Navidad que valga.
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