Este calor africano que bate en la memoria olvidos y sentires empuñó el jueves el llamador de la puerta del alma de Rafael Guillén pidiendo venia para mostrar sus naipes. Era el juego de la vida y de la muerte, que trae imágenes fugaces de ... otros años, años de otras vidas, vidas de otros amigos, y nos invita a volver al silencio de las horas perdidas, a los días ausentes, a los tiempos de entonces, a los soles de antaño. Luce hoy un sol tan inclemente como el de aquel domingo de agosto en Capileira, cuando las avispas, a la hora de la siesta, revoloteaban junto a la higuera. Nos habían acogido en su casa Pepe Corral y Teresita. Estaban Pepe Guevara, Miguelón, Cayetano Aníbal y Rafael Guillén. Los anfitriones nos regalaban ese tiempo agazapado en las ilusiones tardías, que entonces giraban en torno a una casa imaginada para artistas, escritores y poetas en el Poqueira. Una morada idílica en la que trabajar en compañía de los pájaros, olvidados de horarios y relojes. Mientras iba envejeciendo la tarde, Pepe Corral encendía ilusiones y sueños con el vino filosófico de su mágico tonel. Un vino del que era difícil escaparse sin apalabrar un pronto retorno. Rafael regresó más veces que yo a aquel castillo de 'terraos', cal y pizarra, abierto siempre a la amistad y al asombro. Ahora que Rafael se ha ido sin equipaje al más largo viaje de su vida, quizás se acuerde de este domingo antiguo de higueras y geranios, que nos juntó en Capileira hace ya tantos años, cuando el sol perezoso y caliente nos obligó a tomar el café de sobremesa en la penumbra.

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Rafael fue un contumaz viajero, apasionado de culturas y paisajes, de selvas y ciudades, hasta que la huelga ingrata de sus rodillas lo confinó en su casa, donde ha ejercido de sereno oidor y conversador con sus viejos amigos. Cruzó paralelos y meridianos buscando la cara oculta del mundo que en otro tiempo había sido ajeno. Siempre volvió para contarlo. Viajes menos gratos eran los que lo impulsaban hacia los adentros, escuchando la voz de los ausentes: ese recuerdo de las «calles de látigo y garra», en las noches de farra, por las que entonces iba al encuentro de la madrugada, cuando la juventud era una inmensa pradera de futuro. Algo tiene de magia y enredo la vida, porque de otro modo no me explico que también fuera por mayo, hace ahora siete años justos, cuando Rafael publicó, en la sección 'De Buenas Letras' de este periódico, el artículo titulado 'El callejón de las Vacas'. En él recordaba las tardes de amistad y vino con Mariano Cruz, cuando entre charlas y tientos al tonel, fue dando vida junto a Paco Izquierdo a la colección de fascículos 'Los Papeles del Carro de San Pedro'. Terminaba Rafael con estas palabras: «Tristes recuerdos, triste historia, si les digo que soy el único superviviente de aquellos días de vino y rosas, y perdón ahora a Henry Mancini y Johnny Mercer por robarles el título de su canción en tan inolvidable película. Murióse Paco Izquierdo, murióse Mariano Cruz, murióse Cayetano Aníbal y aquí me ven, fané y descangallado, como dice el tango, agarrándome como puedo a estos días de primavera que me obligan a volver, volver, sentir que es un soplo la vida, o sea, otro tango».

Rafael ha emprendido su último viaje hasta el lago de plata, misterio y silencio, sin haber podido disfrutar de su plaza en el Zaidín, en la que una vez pensó escribir una égloga «antes de que alguien, en el mismo futuro banco, escriba mi elegía». No pudo ser. Venció la ineficacia municipal y espesa.

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