Para estas fechas ya llevábamos un mes de cierzo y sabañones, de braseros en casa y escarcha en los campos, de nieblas persistentes y leyendas de aparecidos, que nos helaban de miedo al caer la tarde. Días de silencios densos y calles vacías, de noches ... largas y ulular del viento o de algún lobo. Faltaba poco para que las madres nos dejaran bajar a las vías del tren a coger escorias de carbonilla, o subir a las fuentes para arrancar el musgo de las umbrías. Eran imprescindibles para montar el belén, con figurillas esturreadas por 'vereas' de serrín y montañas nevadas. Y así, con aquel paisaje infantil, empezaba la Navidad.
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He perdido la cuenta de cuántos belenes llevo montados. Cada vez me cuesta más darle su formato tradicional. El del año pasado se quedó a medias porque algunas figuritas se empeñaban en mudar de oficio o cambiar de forma. Había más caniches que ovejas. Y para complicar aún más el asunto, los nietos dejaron de traerme sus dinosaurios que le daban ese ambiente 'kitsch' tan inocente. Ahora, al abrir la caja donde pasan el resto del año, me he encontrado con que la mayoría de los pastores se ha tatuado piernas y brazos y en vez de calzar abarcas se han puesto unas zapatillas blancas con mucha goma en la suela. En el morral ya no llevan pan y queso, sino bollos de trigo sarraceno y hamburguesas. El castillo de Herodes es ahora un palacete y a los dos soldados de la puerta se les ha puesto cara de óscar. Puede sonar a broma, pero es totalmente cierto. De los tres reyes, sólo queda uno, erguido sobre un caballo blanco. Otro está muy achacoso y no gusta de aparecer en público. El tercero estuvo haciendo campaña con Kamala Harris y ha vuelto sin ganas de fiesta. El que se mantiene en pie me ha pedido que lo coloque entre las casas del pueblo que, por cierto, están medio deshechas, porque hubo una fuga de agua en casa y la mitad están inservibles. La lavandera y el molinero, que solían colocarse una frente al otro con el río por medio, han confeccionado por su cuenta una pancarta reivindicando jornada reducida y un convenio justo. La Yoli ha tenido algo que ver en esto, seguro, pero a ver quién es el guapo que enrolla la pancarta.
Conste que no tomo alucinógenos, pero les aseguro que también he visto al posadero colocando luces de neón en la ventana, un par de soles en su puerta y una caja de langostinos de Sanlúcar en el comedor, aunque no tiene pinta de ser sindicalista. El hombre que habitualmente portaba una olla de miel lleva ahora una pizza. Los rabadanes, que se sentaban alrededor de la lumbre cocinando migas, están haciendo sushi. Solo el perro mantiene su cara de pachón feo y fiel, con un gran parecido a Patxi. Dicen que acepta de buen grado el adiestramiento, y es verdad: es el único del belén que no ha cambiado. Comprendo que todo esto le parezca una coña marinera, pero no hay tal. Ni es producto de un mal sueño. O quizás, sí. También podría ser la resaca del 'Black Friday', ese turbión compulsivo que nos lleva a comprar cosas totalmente prescindibles. Sea lo que sea, lo cierto es que así no hay manera de montar el belén como Dios manda. Habrá que 'darle una pensada'.
Hay más belenes, con un elenco fijo de figuras –estas sí, de carne y hueso– que están dando mucho que hablar, pero las circunstancias no son propicias para analizar en frío lo que pasa, que es mucho y muy inquietante. Porque, vamos a ver: ¿alguien va a incordiar ahora, cuando estamos 'engargaos' con las comidas de Navidad, la esperanza en el Gordo, la paga extra, la apertura de la estación de esquí, el aumento de las pensiones y un clima de eterno otoño que llena las terrazas? ¿Es que estamos locos?
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