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Dice Google que el 'El Burrito Sabanero' «es un villancico que combina la tradición católica de la Navidad con elementos del folclore venezolano». Lo que no aclara es si, al hablar de 'elementos' venezolanos, se refiere a Delcy Rodríguez o a Corina Machado, porque no ... es lo mismo el percal que la seda. El caso es que el villancico de marras ha destronado a ese pollino al que los niños arreaban para no llegar tarde a Belén, y también ha dejado en la cuneta a la burrita que iba cargada de chocolate. Era una burra tan detallosa que en su chocolatera llevaba su molinillo y su anafre. El tal Sabanero ha entrado rompiendo tradiciones con un trote alegre y bullicioso. David Bisbal lo ha adoptado y se lo ha cantado a los madrileños en la Puerta del Sol. En los colegios es la guinda de las canciones navideñas con las que los 'peques' comienzan sus vacaciones. Lo más curioso es que una inmensa mayoría de esos niños que cantan las tonadas navideñas no ha visto un burro de verdad en su vida. Algunos han tenido la suerte de contemplarlos una tarde en la visita a una granja-escuela, pero son los menos. Tampoco los mayores los vemos ya en la plaza de Cauchiles con garrafas de agua del Avellano. La Granada del ayer, aún cercano, no se puede entender sin una reata de burros de arrieros, areneros y 'aguaores'. Ni se puede captar en su esencia la figura del padre Manjón sin su burra, a la que mi amigo y compañero en IDEAL Rafael Gómez Montero casó con Platero, el de Juan Ramón Jiménez, en un poema que ahora no encuentro. Los más viejos también nos acordamos del proyecto de Saleri para llevar a los turistas en burro-taxis por el Sacromonte y el Albaicín, como hacían en Mijas. Me dicen que aún hay burro-taxis en Granada para despedidas de soltero, pero eso ya es otra historia.
En los primeros meses de la invasión de Gaza, veíamos pasar, entre las casas reventadas por las bombas, jumentos tirando de carros cargados con los pocos bártulos que los desplazados habían podido salvar. El burro, no el perro, ha sido de toda la vida el mejor amigo del hombre. Y es el burro el que sigue ayudando al humano por aquellos pedregales de Palestina donde los nidos de la paz apenas duran el tiempo suficiente para dar paso al misterio. Un pollino fue el que llevó a María hasta Belén cuando estaba de parto, y en una borriquilla montó su hijo, Jesús de Nazaret, para su entrada en Jerusalén. Ahora, en esta guerra que asola las tierras donde nacieron las tres religiones del padre Abraham, vemos a esos jumentos arrastrando los escasos enseres de los perdedores. Es la estampa desgarrada y brutal de un irracional conflicto.
Hay que volver a poner el burro en el belén, aunque los nietos prefieran amontonar tigres, lobos y unicornios. Es un icono necesario. Es un animal que ha acompañado a los labriegos y pastores durante siglos en sus agotadoras tareas por todos los países que baña el Mediterráneo. También en España. De hecho, Cervantes no pudo prescindir de un jumento al escribir las aventuras y desventuras de Alonso Quijano y Sancho Panza. Mucho después, el burro vivió su etapa de esplendor en letra impresa cuando Juan Ramón lo pintó como «pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera que se diría todo de algodón, que no lleva huesos». Ahora, en esta España descentrada y sin rumbo, tenemos muchos asnos que caminan a dos patas, pero no conviene ponerlos en el belén, que es un diorama montado para desear la paz a los hombres de buena voluntad. Hay que dejarlos que pasten, a su gusto, alfalfa o hiedra del diablo. Termino, querido y sufrido lector, deseándole una feliz Navidad, y no se olvide de poner un burro en el belén.
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