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La fiebre de las comidas navideñas, que se desata a mediados de diciembre para desearnos felicidad, paz, prosperidad y todas esas cosas al uso, también me ha atacado este año. Es un agente externo que obliga a los comensales a cambiar el horario del almuerzo ... y somete el sistema digestivo a ensayos de resistencia no aptos para mayores de setenta años. Veremos cómo salimos de esta prueba de fuerza, para la que los profesionales de la medicina no han encontrado un sucedáneo menos agresivo. Aclaro que las convocatorias a estos homenajes a mesa, mantel y escote se hacen con la mejor intención por los organizadores. El problema radica en que, sin solución de continuidad, llegan las cenas de Nochebuena y Nochevieja con la presencia de cuñados y demás familia, que conllevan un aumento gratuito de la tensión difícilmente soportable. Porque las Navidades que perviven en la memoria no son las de estas reuniones, sino aquellas de la edad del frío, con el último gallo del corral en el centro de la mesa, tras pasar por el horno, la bandeja de alfajores caseros y turrón de Jijona, las castañas con anís y los villancicos ante el belén nevado de harina, con musgo del Cañuelo y figuras amontonadas en caminos de serrín.
Lo de ahora, más que Navidad es un continuo acaparamiento de frutos del mar y delicias de cerdo ibérico, que fluyen con ritmo creciente del mercado a las cocinas. La gente compra y congela y vuelve a comprar y congelar como si no hubiera un mañana. El espíritu navideño está ausente o con gripe. La conmemoración del nacimiento de Jesús se pierde en la bruma de la ignorancia adquirida con un enorme esfuerzo del laicismo imperante, digno de mejor fin. Su mensaje de paz se difumina, arrollado por el ruido, las luces y los renos de Santa Claus. Todo se asemeja más a una Babel de locos que a un Belén de niños. Ante este panorama hay que rendirse a la evidencia de que, tras siglos de hibernación, han reaparecido las 'Saturnalia' romanas, siete días de orgías y banquetes que se celebraban desde el 17 al 23 de diciembre. El personal se lo pasaba pipa comiendo y bebiendo. Sirva de ejemplo lo que cuenta Macrobio, un alto funcionario del Bajo Imperio Romano, en su obra 'Saturnales' cuando describe la comida pontifical de un tal Metelo: «se sirvieron como entrantes, erizos de mar, ostras crudas a voluntad, ostiones, cañadillas, tordo sobre fondo de espárragos, pollo cebado, pastel de ostiones, mejillones blancos y negros; de nuevo cañadillas, vieiras, ortiguillas de mar, oropéndolas y múrices» y como platos fuertes, «ubres de cerda, sesos de jabalí, pastel de pescado, patos asados, cercetas hervidas, liebres, pollo asado, crema y pan de Piceno». Es de suponer que los comensales remojaran el gaznate con vinos apropiados para la ocasión, pero ahí lo dejo, porque si sigo contando lo que trasegaron, esta columna podría terminar en el suplemento 'Gourmet' de IDEAL donde reinan Lens y Amate. Este último como emérito.
Si el espíritu de la Navidad anda como San Barandán perdido y sin brújula allende Galicia, o como un zombi por el bulevar de los sueños rotos, tampoco pasan por su mejor momento los villancicos. 'El burrito sabanero' está en el 'top ten', mientras la burra cargada de chocolate no levanta cabeza. No es cuestión de pedirle a David, el 'hermanísimo', que intente reflotar esta música coral. Temas no le iban a faltar… aunque lo de la paz a los hombres de buena voluntad podría chirriar en las partituras. Mejor dejarlo como está, y si esa burra que va cargada de chocolate necesita ayuda, que la pida. Además, el año que viene lo va a dedicar su hermano a conmemorar la muerte de Franco, con ciento y pico de actos, y a eso sí hay que ponerle mucha música. Cargada de bombo, por supuesto.
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