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El viernes se publicaba en este diario que dos de cada tres españoles toman bebidas alcohólicas todas las semanas y que «los mayores consumidores de esta droga legal son hombres de mediana edad y sobre todo los que tienen trabajo y estudios superiores». Excepto por ... la edad que ya es más que mediana, podrían inscribirme en la nómina de estos seres depravados que de vez en cuando se toman una copa de brandy. Es una debilidad, qué le vamos a hacer. Desde que aquel coplero ciego llamado Homero iba recitando sus versos por las aldeas de la antigua Grecia, no han faltado rapsodas que hayan intentado imitarlo. Sin éxito, claro, porque la Ilíada y la Odisea no admiten comparación. En ambas obras el vino tiene un lugar preferente, es la bebida que se ofrece al héroe como muestra de honor. La historia ha seguido dando tumbos y quiebros, pero la permanencia de este brebaje en la cultura occidental ha sido constante. Homero, al igual que sus héroes, también a veces se daba un festival con zumo de uva fermentado. Cómo hubiera maldecido a estos adanistas que llaman droga al morapio. Apenas quedamos un puñado de locos que, en vez de tomarnos la tensión, nos tomamos un vaso de vino en las comidas. Los nuevos popes no quieren entender que en esta acción 'suicida' sólo nos guía el deseo de aliviar las listas de espera en los centros de salud.
Antes de que me declaren carne de presidio prefiero pasar al valle de Josafat, donde estará esperándome Noé con una frasca de vino tinto. Con él seguro que podré echar unas risas a costa del ministro Urtasun, que se ha empeñado en acabar con los toros. Vamos, que no quiere que los maestros del arte de la tauromaquia corten las orejas a los astados. Tiene pinta de ser un sieso. Quizás tras aquella metedura de pata sobre lo que dura un lustro, le haya quedado ese aspecto de empleado de pompas fúnebres que luce. En fin, que también tengo ese defecto de que me gusten los toros y hago votos porque siga por muchos años la llamada fiesta nacional. Además, no hay otra manera de mantener la ganadería brava.
Y ya que estamos en lo de cortar orejas, hay que aclarar para los profanos y para los antitaurinos que estos apéndices se les cortan al astado cuando ya está muerto. Y que es un premio al valor. Nada que ver con esa oreja arrancada de un bocado a un familiar, como ocurrió en la madrugada del pasado domingo en Granada. Fue una pelea entre familiares. Ahí no brilla el arte. Es un suceso más que se añade a esa furia sin control que se está apoderando de las noches granadinas en los largos fines de semana y en las que con frecuencia brilla el frío acero de navajas y otros objetos punzantes. Hay que poner freno a tanto desmadre y tanta violencia. A ello están obligadas las autoridades gubernativas y municipales.
De la importancia de las orejas hay para escribir un tratado en varios tomos, incluyendo la oreja de Van Gogh, la que cortó San Pedro en Getsemaní y las del lobo de Caperucita. Cervantes, que fue sobresaliente 'cum laude' en el arte de la ironía, la burla y el sarcasmo, nos cuenta en el capítulo IX del Quijote cómo el gallardo vizcaíno le cortó media oreja al valiente manchego. Hay muchas más orejas lastimadas a lo largo de la historia y la leyenda, pero no es éste el lugar de analizarlas. Por su cercanía en el tiempo quizás sea oportuno recordar la oreja ensangrentada de Donald Trump, que pudimos ver tras ser tiroteado durante un mitin en Pensilvania. Los analistas políticos y los gurús de la sociología aún no nos han dicho cuánto ha influido la oreja en su triunfo. La importancia de las orejas en política no es baladí. El peligro está en quienes tienen orejas de «por un oído me entra y por otro me sale», que se dan mucho por aquí. Cuando no se escucha el clamor popular vienen las desgracias.
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