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La Navidad era una fecha propicia para asomarse al pozo de la memoria, donde quienes se fueron siguen esperando nuestro abrazo virtual y el brindis que recuerde su ausencia. Digo 'era' porque las llamadas 'entrañables fiestas' hace tiempo que rompieron aguas, arrinconaron zambombas y resucitaron ... las Saturnales romanas. Hasta al Calendario de Adviento le han quitado el nombre. Para una inmensa mayoría, la Navidad ahora es un concurso de luces, regalos, jaranas y gaudeamus. Días de regocijo, en los que se multiplican almuerzos y cenas de compañeros de trabajo, de amigos, de vecinos o de peñas. Son encuentros de los que ni los jubilados conseguimos librarnos.
Los sociólogos vaticinan que este año las conversaciones durante las cuchipandas no marcharán por los carriles habituales, donde se mezclaban chistes verdes con los colores de los equipos de fútbol y las peleas de cuñados. Todo palidecerá ante el gallo Pedro. No el 'pescao' sino el hombre que los fines de semana visita auditorios decorados de rojo pasión, exclusivos para militantes fogosos y entregados. A este gallo lo vimos también hace días en la frontera de Gaza, citando a portagayola y sin el capote de la diplomacia a Netanyahu. No cortó oreja. Más recientemente, las cámaras nos lo mostraron en el Parlamento europeo buscando bronca con Manfred Weber, vigilado de cerca por el ojo de halcón de su prófugo de cabecera. Tampoco salió a hombros. Incluso lo hemos visto en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, cual caudillo recibiendo el aplauso cerrado de su guardia de honor, tras presentar, junto a un cómico en paro, el libro que le ha escrito Irene Lozano. Tan presente está en nuestras vidas, que esta Nochebuena no sería extraño ver su sombra revoloteando, tras el discurso del Rey, sobre el caparazón del pavo, en el ojo del besugo, en el lomo de la lubina o bajo la pierna del cordero. Porque entramos en tiempo pascual y este gallo lleva en su 'adeene' hacernos la pascua.
Los que tenemos mucha juventud acumulada sabemos que –como en las sevillanas de Romero San Juan– los años pasan «con su triste carga de desengaño». Pese al desencanto, el tiempo no ha borrado los recuerdos de aquellos almuerzos con sobremesas largas, que hilvanaban el tiempo entre volutas de humo de un habano, mientras se desprendía de la copa el aroma del brandy, cortesía de la casa. Por esos días, los de Jarcha aún seguían enseñándonos a pedir libertad sin ira. Tiempos inolvidables, en que los inquisidores y los salvapatrias tenían su destino en las sentinas. Aquello pasó. Vino Zapatero con su 'champions league' de la economía del desastre, abrió heridas ya cerradas y sacó del albañal a soplones y sicofantes, mientras al otro lado surgían nuevos salvapatrias. Hasta los almuerzos cambiaron. Los restaurantes fueron asaltados por veganos, de apóstoles de la nouvelle cuisine, y camareras y camareros licenciados en dietética. Intentaron convencernos de que el sentido del gusto estaba en los ojos. Que la vista de aquellos raquíticos condumios en el fondo del plato primaba sobre el paladar. Nos sentíamos gorriones revoloteando sobre el minúsculo manjar. Frente a ese ejército verde, algunos mantenemos aún las constantes vitales de la vieja pasión del yantar, brindamos con Gonzalo de Berceo y cerramos la faena con un carajillo.
Pero que nadie se engañe. Sea tradicional o vegana su comida estos días, la larga sombra del gallo Pedro aparecerá más pronto que tarde. Tal como ahora ha aparecido la factura por su noche de juerga con Miguel Ríos y compañía en el Lemon Rock, tras la cumbre de la UE. «Un lujo», dijo Sánchez. El gasto de ese lujo, 1.215 euros, fue a cargo del presupuesto nacional. Y la vida sigue. Dejo que Romero San Juan ponga un cierre de esperanza: «Pasa la gloria y ves que de tu obra ya no queda ni la memoria».
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