Dice el salmista que hay un tiempo para vivir y un tiempo para morir. Cuándo la hora final es llegada, siempre trae emparejado el llanto a la tragedia. Tras el muro de ausencias se agolpa todo lo vivido y recordado. Cuando vuelves del cementerio, ese ... lugar de descanso y podredumbre, que estos días se ha llenado de flores, pesares y oraciones, para acercar la memoria del ausente, te das cuenta de que la mayoría de los que conociste ya están allí. Han ido atravesando el muro tras el que esperan reanudar la vida de otro modo. ¿Cómo saber dónde se encuentra aquel abrigo con brazalete de luto que llevabas cuando se murió la prima Esperanza, que acababa de cumplir los dieciséis? Tendrías que preguntárselo a tu madre, que sabría en qué armario lo guardó. Y se acordaba, seguro, de cuánto costaba el sello que había que poner, al franquear las cartas, para ayudar a Valencia tras el desbordamiento del Turia en 1957. Pero ha pasado tanto tiempo desde que cruzó el muro, que ahora no está para esas bagatelas.

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Es posible que esta inquietud anímica por recuperar el pasado sea fruto de la etapa desvergonzada y torpe por la que atravesamos, y que ninguna mente sensata se atrevería a vestir con el corpiño de la inteligencia. Esta impotencia se agudiza cuando vemos cómo va desapareciendo el mundo de ayer, el de la infancia, el que nos señaló la dirección del viento de la vida. Ahora hemos de aceptar que estamos recorriendo el final de una época que se apaga, y que ha durado menos que una función del Tenorio, un clásico arrumbado en el desván como antigualla por la feligresía de 'Jallogüin'. Ni siquiera nos es dado disfrutar de la belleza de estos ocasos otoñales, que invitan al penúltimo paseo por el campo donde la naturaleza viste los árboles con tonos de canela, cobre y terracota, con amarillos mostaza y rojos de granada y de grosella. No podremos asistir al colorido desfile, porque una DANA salvaje ha pintado de gris y muerte todo el azul mediterráneo y gran parte de esta malhadada península que habitamos. Una DANA trágica que nos ha obligado a aprender la geografía del dolor. Algunos de los pueblos castigados por el cielo los habíamos oído nombrar alguna vez, pero ¿quién sabía dónde estaban Paiporta, Alfafar o Massanassa?, ¿quién conocía por dónde caía Letur, el pueblo de Albacete al que las aguas castigaron con la furia de cien titanes por estar enclavado en tan bello paraje?

Cuando esta columna se publique habrá aumentado el número de muertos causados por este maligno diluvio del siglo XXI, que el viernes superaban los doscientos. Embrutecidos con tanta inteligencia artificial, tanto dron y tantos viajes espaciales, no queremos entender que la naturaleza tiene unas reglas de comportamiento que el humano aún no ha conseguido dominar. Pero cómo va a dominar la naturaleza si ni siquiera sabe dominarse a sí mismo. Decía Jardiel Poncela que «para ser moral basta con proponérselo, pero para ser inmoral hay que poseer condiciones especiales». Y esas condiciones especiales afloraron incluso antes de que dejara de llover. Y siguen chapoteando en el barro y el fango.

No hablo del lodo que ha cubierto calles, campos y vías de comunicación, sino del barro donde se revuelcan esos espíritus dañinos que comenzaron la cacería de culpables antes de terminar la tarea de encontrar a los desaparecidos. Están dotados de ramalazos de vileza tal, que no abandonan ni ante las catástrofes más espantosas. En esta doliente España siempre hay voluntarios para engrosar la historia mundial de la infamia. Allí se escribirán los nombres de quienes se quedaron en el hemiciclo del Congreso para aprobar el reparto de mamandurrias en RTVE cuando ya se conocía el inmenso alcance de la tragedia. No nos merecemos estar representados por esta tropa robotizada, lanar, mezquina y pastueña.

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