Cuando veo esas estaciones de tren y aeropuertos repletos de gente que no saben cuándo podrán llegar a su destino vacacional, porque se han estropeado algunas locomotoras o porque una inoportuna Dana impide que aterricen y despeguen los aviones, me acuerdo de aquella baronesa viuda ... de Orchamp, a la que dio vida Gustavo Droz en su novela 'Tristezas y sonrisas'. La dama nunca se avino a los nuevos hábitos, inventos y modas, que en su tiempo eran el telégrafo y el tren. Al primero lo acusaba de matar el lenguaje y echaba pestes contra el ferrocarril por «pasar como un rayo cuando se quiere parar y de pararse cuando es necesario huir». A la quisquillosa señora también le molestaba viajar «en compañía de gente insípida a la cual no se conoce» y «renunciar a la más íntima y elemental de las libertades, la de elegir los compañeros de viaje». Esto de elegir compañía, ahora sólo pueden permitírselo quienes tengan un avión particular o un Falcon oficial. A los demás les toca rodar por el asfalto, cada año más degradado, de carreteras y autovías, o formar parte de la mansa tropa que mira las pantallas de aeropuertos y estaciones de tren esperando el milagro de que su avión o tren salgan a la hora prevista. Les espera todavía la lucha por colocar la sombrilla y reservar mesa para el almuerzo, a fin de que las vacaciones no se conviertan en una angustiosa pesadilla.
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Si cambiamos el telégrafo de la baronesa por los móviles actuales, y aquellos trenes por los que gestiona Óscar Puente, parece que la percepción de las incomodidades viajeras y la continua degradación del lenguaje hablado y escrito no han cambiado mucho. A la baronesa le molestaba especialmente la jerga que le llegaba a través de los alambres telegráficos y ponía como ejemplo al ciudadano a quien se telegrafiaba: «Padre entregó alma», y contestaba con la mayor naturalidad del mundo: «Enterradlo. Falta tren». Como cualquier tuit de ahora, a lo que tan aficionados son los políticos de todo pelaje.
Podría parecer que lo escrito hasta aquí es producto de un viejo cascarrabias, atacado por la nostalgia, que no se amolda a los nuevos usos y costumbres. Puede que así sea, pero me gusta más lo que leo que lo que oigo y, por eso, confío más en Séneca que en las vicepresidentas Chus Montero y Yoli Díaz, que nos entretienen con su singular criptolenguaje gubernamental. Para el filósofo y senador romano nacido en Córdoba «toda degradación individual y nacional se anuncia con una degradación rigurosamente proporcional en el lenguaje». Eso es tener visión de futuro. El cáncer con metástasis que está pudriendo nuestro idioma ataca con más fuerza que la viruela del mono. Si la ortografía y la sintaxis son manifiestamente mejorables en muchos de los mensajes del móvil, los lugares comunes con que casi todos los gabinetes de comunicación enhebran los discursos de sus jefes son tan penosos que avergonzarían a los alumnos de Primaria.
Nada es lo que parece en esto del lenguaje y menos en agosto. Por eso me cuesta mucho entender al rector magnífico de la Universidad de Granada cuando afirma sentirse satisfecho tras la caída de la UGR del puesto 288 al 313 en el ranking de Shanghái. Es cierto que la institución granadina sigue siendo la mejor de Andalucía y la tercera mejor de España. También es verdad que figura en esta lista desde su primera edición en el año 2003. Pero conformarse con ir para atrás no mola, aunque lo diga el rector. Quedan dos semanas de asueto veraniego. Tiempo suficiente para hacer una valoración más rigurosa.
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