Los bodegueros dicen que se está bebiendo menos vino. Una mala noticia para el sector. El cultivo de la vid ha acompañado a la cultura occidental desde que Noé se convirtió en el primer degustador del zumo de uva fermentado, aunque me atrevería a afirmar ... que Matusalén, su abuelo, ya le daba algunos tientos al elixir de Baco, pues de otra manera no se explica que llegase a alcanzar la edad de 969 años, un número que además de capicúa también tiene connotaciones erótico-festivas. Antes de seguir, he de puntualizar que lo que está disminuyendo es el consumo de vino tinto. El blanco, con la moda de los verdejos y los ruedas, se mantiene. La vid junto al olivo y el trigo forman la tríada mediterránea, los tres productos básicos de este espacio que habitamos. Pero los nuevos modos de conducta y el calentamiento global están acabando con esta trilogía ancestral. Las tres copas de vino –una para la salud, otra para el amor y la otra para el sueño– que recomendaban Platón y Eurípides, el dulce néctar que con tanto esmero elaboraba el gaditano Columela, el tintorro en bota que ayudaba a Sancho Panza a aguantar los coñazos de su amo y señor, todos esos vinos han pasado a ser bebida de catetos y nadie que presuma de moderno quiere formar parte de tal grey. En su día, Tezanos, el gurú del CIS, calificó a los electores del PP como «votantes tabernarios». Un dato más, por si había alguna duda, para saber cómo se interpretan las encuestas en los círculos de Moncloa. Imparcialidad subjetiva se llama eso. De ahí, mi emoción contenida a la espera de que este singular mentor de tendencias analice cómo influirá el descenso en el consumo del morapio en las próximas elecciones. Que serán cuando toque.

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Lo que no sé si toca ahora, pero me parece oportuno, es recordar que tal día como hoy, el 20 de octubre de hace 555 años, una sábana blanca manchada de sangre apareció colgada en un balcón del Palacio de los Vivero de Valladolid, donde dos jóvenes primos habían pasado su noche de bodas. La gente madrugadora vio con alegría esta señal inequívoca de que Isabel, hermanastra del rey Enrique IV, y su marido Fernando, entonces rey de Sicilia y luego rey de Aragón, habían hecho los deberes que de ellos esperaba el pueblo. La tradición secular de la sábana no se había realizado ninguna de las dos noches nupciales del mencionado Enrique IV. Ni cuando casó con doña Blanca de Navarra, «que quedó tan entera como venía», según mosén Diego de Valera, ni tras su segundo matrimonio con doña Juana de Portugal. Por algo ha pasado a la historia como Enrique IV el Impotente. Sí tuvo una hija de su segundo matrimonio, bautizada como Juana, pero con la inestimable ayuda del noble ubetense don Beltrán de la Cueva.

Traigo a colación este cotilleo de los himeneos reales, no por las habladurías acerca de la fogosa bragueta del rey 'emérito', que nos están contando por capítulos, sino porque aquella boda de Isabel y Fernando fue el principio de una trascendental etapa histórica, en la que Granada tuvo un papel esencial. Aquí están enterrados los Reyes Católicos y su 'élan vital', su evolución creadora, traspasa el ámbito de la Capilla Real para dejar honda huella en todos los rincones de la ciudad y su Reino, y más allá de los mares. Granada no se comprende sin Isabel y Fernando. Al menos, así ha sido hasta ahora, porque todo está cambiando tanto y tan aprisa que ya no sabe uno si los revisionistas de la historia los pintarán como dos seres malvados. De momento, el concepto de nación como espacio de encuentro decae a ojos vistas y todo puede ocurrir mientras los iletrados encuentren un púlpito para sus aviesas fantasías y ofuscaciones. Conviene no caer en la trampa porque el Gran Hermano orwelliano no descansa. Hágame caso y, si oye imbecilidades de esa índole, tómese una copa de vino aunque sea blanco y déjelos que ladren.

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