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En pleno precalentamiento para el festín de la Olla de San Antón nos están dando la tabarra con las bolitas de plástico que han aparecido en alguna playa gallega. Al parecer un barco, de bandera liberiana, perdió en aguas de Portugal un contenedor con sacos ... llenos de esos 'pellets'. Según los medios informativos, gran parte de esos sacos se han recuperado. No obstante, alguno reventó, esparciendo sobre la mar océana las famosas bolitas, que navegan sin rumbo zarandeadas por el oleaje. Pero como «aquí no se tira nada» –según uno de esos eslóganes de la factoría de ideas de Moncloa– estamos viendo en los telediarios cómo unos cuantos paisanos se dedican a recogerlas una a una, en un hermoso gesto de amor por la naturaleza. Se ve a la legua que es un montaje para lelos, pero cumple su misión de hacer llorar a los discípulos de Greta Thunberg. Luego nos han dicho que el desastre ocurrió a principios de diciembre, pero ¿quién era el guapo que se atrevía a hacerlo público en plena campaña de distribución de mariscos, moluscos y crustáceos de las rías gallegas en los mercados de toda España? También nos hemos enterado de que bolitas semejantes se han encontrado desde Tarragona a Cádiz y desde Pontevedra a Santurce. Mas como aquí «no se tira nada», los promotores del pensamiento único, que parecen tener la cabeza más vacía que un bazar después de Reyes, aprovechan el contratiempo de los dichosos 'pellets' para convertirlo en el bumerán de la campaña electoral en Galicia. No voy a hablar de toda la guarrería que a diario se vierte en los mares para no fastidiarle el desayuno.
Mi propósito, como decía al principio, era hablar un año más de ese beatífico condumio que, bajo la advocación de San Antonio Abad, ha servido durante centurias para combatir el frío del cuerpo y alegrar el alma en los días más crudos del invierno. Sobre todo si va regado con un buen morapio. Hay que rendir un año más su merecido homenaje a la Olla de San Antón, poderoso puchero que dinamita nieves y heladas, reconforta ánimos decaídos, cura gripes y catarros, hace que broten las lágrimas de gratitud y enciende chispas de gozo en los carrillos. Pese a que el cambio climático no nos deje ver chupones de hielo en la fuente de Plaza Nueva, ni haya nieve en el Cerro del Aceituno, y aun cuando nuestro trabajo no sea el de podar viñas ni cavar olivos, hay que reconocer su benéfica valía. La Olla del Santo ha de ser el último reducto, el último refugio para los cabales del buen yantar ante la aterradora ola de hormigas fritas, tortillas de saltamontes, albóndigas vegetales, puré de gusanos y todas esas horrorosas exquisiteces para alienígenas con las que el honorable consorcio de agoreros, derrotistas y profetas de desgracias nos amenaza con harta frecuencia. Si van a seguir con el coñazo de los pellets de plástico en las playas, yo me bajo en la próxima.
Porque hay que estar en lo que hay que estar. Ahora toca la olla del santo y dejarnos de tonterías. Por cierto, que si se remata con una queimada y su correspondiente conjuro –«mouchos, coruxas, sapos e bruxas...»– la sobremesa puede salir redonda. Ahí será el momento de comentar las tres grandes maravillas que hemos conocido este semana: La aprobación en el Congreso de decretos-leyes cuyo contenido negociado en Waterloo desconocen incluso los que votan a favor; el avance del nuevo Plan Urbanístico de Granada, que sigue orillando el meollo de la cuestión, como es el Área Metropolitana…, y la participación de la Universidad de Granada en un sesudo estudio que ha revelado, ¡ojo al dato!, que los alimoches canarios crían más machos que los peninsulares. ¿Entienden el porqué de la queimada?
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