Bahamontes acabó con los héroes de papel que vagaban por mundos imposibles en las largas tardes de verano. Ya no teníamos que insuflar vida a las viñetas del Guerrero del Antifaz, El Cachorro o Roberto Alcázar. Ahora teníamos a un héroe de carne y hueso ... cuya imagen de triunfo en los Campos Elíseos publicaban todos los periódicos. El toledano Federico Martín Bahamontes, el rival del vasco Jesús Loroño en la Vuelta Ciclista a España, había ganado el Tour. Al día siguiente, el ejemplar del diario 'Marca', que se recibía en el bar, pasó tanto de mano en mano que al final de la noche era solo un papel con una inmensa mancha de grasa. Para entonces, los que, en plena canícula, leíamos tebeos a la hora de la siesta, volvimos a sacar las bicicletas a escondidas de los padres para pedalear entre el polvo y el sol. Todos queríamos ser como el ciclista de pelo ondulado: un héroe de verdad, no una viñeta.
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Esta semana la noticia de su muerte ha resucitado esos recuerdos. El verano nos impulsa a viajar al pasado, montados en ese extraño vehículo que llaman añoranza. El pasado se muestra siempre como la patria imposible de olvidar. Un tiempo en que fuimos felices, quizás porque los años han ido tapando las costuras y asperezas que en su día formaron parte de nuestras vidas. El tiempo recobrado tiene el aroma dulzón del abrazo de la abuela y su propina, el viaje al caserón en que habitaba acompañada de su soledad. Una casa con un largo tapial de adobes que aguantaban la vejez como su ama, con tenadas donde ya no balaban las ovejas o el pozo del que ya nadie sacaba agua para regar los perales y ciruelos. Fue en uno de aquellos veranos, el del 59, cuando el que iba a ser para siempre 'el Águila de Toledo' paseó su sonrisa por los Campos Elíseos. En la radio de entonces cantaba Gloria Lasso su 'Luna de Miel' y Los Cinco Latinos, 'Quiéreme siempre'. El triunfo del Águila hasta cambió las conversaciones en el bar. Por unos días ya nadie discutió sobre la bondad del trigo duro o el candeal. Amante de la épica, don Sixto, el boticario, rescataba páginas perdidas de la historia y afirmaba que el triunfo del toledano era como un nuevo Bailén, pero esta vez humillando a los gabachos en su propia tierra. Aquello tenía un enorme valor para quienes solo conocíamos el mundo por los mapas de la escuela. Fue un verano caliente, como todos los veranos. También entonces nos visitaba la pertinaz sequía y las tormentas de agosto se llevaban cosechas enteras de pan y aceite.
Bahamontes, el de las hazañas asombrosas como aquella de pararse para comer un helado en plena etapa, siguió dando que hablar mucho tiempo. Hasta que Luis Ocaña, ya en los setenta, vino a aumentar el palmarés del ciclismo español. Pero nosotros, los de entonces, ya no éramos los mismos. Federico inició su marcha hacia el monte del olvido, de donde salía a veces para dar fe de su vida, de su tienda de bicicletas, de Fermina, su mujer, y del hambre de su infancia. Así fue entrando en el túnel del tiempo. Aceptó que el pasado nunca vuelve, aunque en el fondo de su alma sabía que lo suyo era irrepetible, que los triunfos logrados a base de tesón, esfuerzo y pundonor no son los de ahora, con tanta tecnología. Esta semana, el viejo Águila de Toledo ha emprendido su último vuelo a los Campos Elíseos, donde habitan los elegidos por los dioses. Quizás se encuentre allí con El Guerrero del Antifaz, al que el toledano destronó de mi memoria.
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