Alice Munro, Premio Nobel de Literatura
Federico Zurita Martínez
Lunes, 5 de agosto 2024, 22:59
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Federico Zurita Martínez
Lunes, 5 de agosto 2024, 22:59
La concesión de un premio Nobel en cualquier ámbito del conocimiento, va acompañada de una motivación que justifica la concesión y que la da la comisión de la Academia sueca que lo concede. Esa motivación es escueta y no suele pasar de tres o cuatro ... líneas. En Ciencias Experimentales (Química, Medicina, Física y Economía) es muy exacta y no deja lugar a, por así decirlo, la belleza. Por contra, en la motivación del Premio Nobel de Literatura hay pequeñas joyas de menos incluso de tres líneas. Valgan dos de los ejemplos que a mí más me impresionaron: el del sueco Harry Martinson y el del húngaro Imre Kertész. A Harry Martinson le concedieron el Premio Nobel de Literatura en 1974 «por los escritos que atrapan la gota de rocío y reflejan el cosmos». A Imre Kertész se lo concedieron en 2002 «por una redacción que confirma la experiencia frágil del individuo contra la arbitrariedad bárbara de la Historia». A Martinson por abarcar tanto: desde una gota de rocío al mismo universo. A Kertész por cómo un vendaval impredecible de acontecimientos puede situar al individuo concreto en una situación franca de indefensión e insignificancia.
A Alice Munro, fallecida el pasado mes de mayo, le concedieron el Premio Nobel de Literatura en 2013 y su motivación no está precisamente trabajada. Se lo concedieron por ser «maestra del cuento corto contemporáneo». Aunque siempre preferí a la escocesa recién fallecida Edna O'Brien, yo tenía a Munro en mi Olimpo particular, junto a Chéjov, Aldecoa, Rulfo y otros geniales maestros del relato corto. Siempre me cautivaron los contadores de cuentos, portentos en decir mucho en unas cuantas páginas.
Cuando se le concedió el premio Nobel a Munro, ya se sabía desde 2005 que su marido, Gerald Fremlin, había abusado sexualmente de su hija Andrea cuando esta era aún una niña de nueve años. Y se sabía que los abusos habían continuado durante años. Tan es cierto, que en una sentencia de conformidad Fremlin reconoció los hechos. Fue la estrategia para evitar el ingreso en prisión. Además, se le dictó una orden de alejamiento de menores por otros catorce años. De menores; de cualquier menor, porque Andrea Skinner no fue la única niña que sufrió los abusos de Fremlin.
La infamia de Alice Munro se hace gigantesca en el momento que supo de los abusos y que no le indignaron, lo que le indignó fue la 'infidelidad' que sintió que Fremlin había cometido con ella. Por inconcebible que parezca, lo que la sacó de quicio y la hizo sufrir fue la 'infidelidad' de él y no el trauma de por vida que su marido le había provocado a su hija. Llamaron a esa aberración 'asunto de familia', y se corrió un espeso manto de silencio sobre ese 'asunto de familia'. Incomprensiblemente el padre y los hermanos de Andrea, tampoco hicieron nada y participaron también de esa 'ley del silencio'. Es inimaginable el desamparo que sentiría la niña al ver que ni su padre ni su madre la protegían de los abusos de su padrastro.
También sorprende que su exquisito y selecto grupo de amigos y amigas, cultos y refinados todos ellos, también callara y fingiera no saber, cuando acudían a las conferencias en los que Alice intervenía como invitada de lujo. En los cócteles posteriores actuaron como si nada hubiera pasado, ensalzando y adulando a la premio nobel probablemente hasta el servilismo. El biógrafo de Munro, Robert Thacker también entendió que esa ignominia entraba dentro del 'asunto familiar' y en la biografía que escribió no hizo siquiera mención al asunto.
La Munro carecía de ese instinto que tienen las hembras de los mamíferos, mujeres incluidas, mujeres más que ninguna otra hembra, de proteger a su prole a riesgo incluso de su propia vida.
Cuesta creer que alguien con una visión tan lúcida, tan profunda y tan atormentada de la existencia humana pudiera estar absolutamente alienada con alguien tan miserable y tan vil como Gerald Fremlin. Cuesta creerla capaz de tanta bajeza moral después de haber leído sus cuentos. Sus maravillosos cuentos.
Es verdad que el Caravaggio era un tipo pendenciero y violento que acabó matando a un hombre tras una reyerta tabernaria. Él mismo moriría por manos ajenas en un duelo. Sus lienzos siguen siendo fascinantes y obras cumbres de la historia de la pintura.
Es verdad que Ferdinand Celine escribía obras maestras mientras apoyaba a los nazis que habían ocupado Francia en 1940. Es verdad que Pablo Neruda se desentendió por completo de su mujer y una hija de ambos que padecía hidrocefalia. La lista de genios miserables puede ser larga. Pero lo de Alice Munro, en mi opinión, está en el vértice de esa ignominiosa pirámide. Creo que no podré volver a leerla en mucho tiempo, si acaso nunca. No me apetece. Estaría presente la sombra del abuso y le quitaría por completo la magia a la lectura. ¿Cómo pudo?
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