Recuerdos del río Genil

¡Oh travieso Genil!, por el día te muestras carcelero, reteniendo en tu espejo a la naturaleza ribereña que se asoma para verte; por la noche, libertador y seductor, para yacer con las brujas que se te acercan

Fernando Quirantes Alonso

Miércoles, 23 de octubre 2024, 00:53

Avanzando hacia tu cuna, serpenteas junto a las Titas, donde el frío hierro del puente de Las Brujas traspasa tu corazón. Allí veo posar risueñas colegialas asomadas sobre tu baranda, imaginando al compañero al que han de echarle el lazo el próximo fin de semana. ... Antes de llegar a Puente Verde, el sol chispea en tus aguas. Al fondo en el infinito te vistes de nieve, donde tu cuna blanca te ve nacer cada día, junto al Mulhacén y el Veleta.

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Conquistado Puente Verde, ralentizas tu caudal con grandes pedruscos semiocultos bajo tus aguas; pero tú, que has de llegar al mar, para llevar nuestros sueños y deseos, no te detienes y cantas la misma canción, pero con distinta agua, como diría Gerardo Diego. En la Fuente de la Bicha me siento sobre el heno, rompo la hierba seca y de su tuétano se desprende un polvo olor a «yerba», que perfuma y embriaga el ambiente. Junto a un remanso, temblorosa se proyecta mi imagen grabada sobre el fondo de tu espejo, volviéndose frágil y ondulada, y difuminas mi retrato trémulo como una voz quebrada y asustada.

Río abajo se desliza una hoja gigante, que se acerca cargada de hormigas indefensas, navegando sin timón y sin rumbo, esperando con turbación su inminente tránsito, al atravesar aquel loco torbellino de aguas bravas y espumosas, que se quiebran sobre el desnivel. Cansado del largo camino, sumerjo mis pies desnudos en tus aguas, notando un agradable cosquilleo, que me haces olvidar la tarde calurosa, y aliviar con tu frescura regalada el sudor que se desplaza por los surcos de mi frente arrugada.

Me siento y, soñoliento por la placidez que me abraza, observo surcando el río una naranja, que te habían regalado las huertas. Le obligas a girar eternamente en remolino, junto al tronco de la mimbre llorona con sus largos brazos caídos. ¡Ay!; si yo fuera poeta, cantaría en mis versos tus continuas melodías y las transportaría a todas las claves musicales, para imprimirlas en blancas partituras sin notas, dejando libertad a cada granadino, para escribir sobre tus aguas la letra de tu cantinela, inspiradas en los Cuentos de la Alhambra de Washington Irving.

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En la cascada, que se asienta en la toma de la acequia Gorda, los campesinos, curtidas sus caras por el sol, y cubiertas sus cabezas con una gorra raída por el sudor y el tiempo, ofrecen sus hortalizas y sabrosos manjares de la vega del Genil. Despeñas tus aguas y brindas el espectáculo al público con un manto de espuma, que se desliza por el precipicio. Bajo hasta el fondo de tu seno, para refrescarme con tus cristalinas gotitas de agua, globitos de tersa piel de plata que adheriste a los juncos en forma de abanicos, que lloran con lágrimas diminutas, condensando aquel tumulto de aire saciado de humo blanco, de niebla saturada.

Camino hacia Pinos Genil, penetrando como un taladro en un túnel de exuberante espesura de árboles, que se me inclinan. Me deslizo por la alfombra otoñal, tupida de hojas ocres precipitadas por la suave brisa del Genil. Al pisar tus hojas, crepitan al ritmo de mis pasos y me sumerjo en tu mundo sereno y apacible, para robarte y abrazar el silencio.

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Al final de aquel recto sendero se divisa un diminuto semblante femenino, que conforme se me va acercando, mi imaginación va desnudando, hasta que en unos breves instantes mi conciencia me lo impide. Cabizbajo, yo, y avergonzado, inclino mi cabeza hacia el suelo, para poder observar aquel esbelto cuerpo de minúscula cintura, reflejado en uno de los muchos charcos, que las lluvias habían alimentado con su generosidad el día anterior.

Me dispongo a regalarme una siesta y mi imaginación se adueña de mi subconsciente, para arrojarme al río desnudo, y el Genil me aprieta con sus húmedos brazos. Al despertar observo que vienes enfadado con todo tu caudal y bravura, para lamer los escombros que los irresponsables van depositando en tu ribera.

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Llegados a Pinos Genil, divisamos tus aguas salpicadas de motas blancas, que conforme nos acercamos se van trasformando en patos, suplicándonos unas migajas de pan para sus polluelos, que tras su madre pululan en fila india.

Finalizado mi recorrido vuelve mi pensamiento al Puente Romano, para unirse a la vibración del tañido de las campanas de las torres de las Angustias, que cada hora desgranan a Granada el himno de su patrona: «Hay una Madre de amores / que adora Granada entera; la virgen de las Angustias, / la que vive en la Carrera».

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Abrazas a tu hermano Darro y añoras el fluido de las frescas gotas de la Fuente del Avellano de escasas lágrimas drenadas por su corazón seco. Rebañas las aguas fantasmales de la Alhambra y del Albaicín, y metes en tus alforjas los profundos gemidos de las zambras del Sacromonte con sentimientos que amarran el alma.

Junto al Puente Romano se representan escenarios de pasión y ternura, que bajo las diminutas palmeras cobijan romances de amor de jóvenes ardientes que intercambian secretos mezclados con caricias de promesas de los embelesados, que entre penumbras contagian de besos el atardecer encendido.

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¡Oh travieso Genil!, por el día te muestras carcelero, reteniendo en tu espejo a la naturaleza ribereña que se asoma para verte; por la noche, libertador y seductor, para yacer con las brujas que se te acercan.

Ya se avecina la noche cuajada de estrellas, que querrás atrapar en tus aguas, cuando yo me vaya. Estrellas a las que yo también disfrutaré junto a ti, durante todas las noches, cuando yo me muera y me entierren en tu ribera. ¡Cuando yo me muera!

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