Siempre me ha gustado Francia, el país limítrofe del que nos separa la cordillera Pirenaica, aunque durante los años del franquismo parecía que estaba mucho más lejos, porque era el país de la libertad –también del amor, pues las parejas se besaban por la calle ... y esto, a algunos paisanos nuestros que iban allí no por turismo sino por trabajo, les llamaba la atención…–. Ir a París era uno de los viajes con los que soñaba desde joven y, cuando conocí la ciudad, hace unos años, colmó todas mis expectativas con el Louvre, las Tullerías, Nôtre Dame y la Ópera; la Sorbona, el Barrio Latino y los Jardines de Luxemburgo; con sus puestos de libros, los puentes del Sena y la plaza de los pintores en Monmartre. No sé si volveré, aunque me encantaría, pero también viajo a Francia a través de la pintura: los colores y la luz de Monet, la armonía en movimiento de Degas, los bodegones de Cezannne…; de la música: la ópera de Bizet y las canciones de Yves Montang, Juliette Greco, Moustaki, Edit Piaf y Aznavour; el cine de culto de François Truffaut y Alain Resnais y el más reciente e imprescindible de Claire Denis o Mia Hansen-Love.
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Y, sobre todo, empecé a viajar a través de los libros: desde la infancia con las novelas de aventuras de Alejandro Dumas y los viajes fantásticos de Julio Verne, que alimentaban mi imaginación en las tardes de invierno, al calor de la mesa camilla, hasta alguna novela reciente como 'La elegancia del erizo' de Muriel Barbery. Entre aquellas y ésta, he tenido la suerte de leer muchas obras de la literatura francesa, novelas que desentrañan las contradicciones de una época: Victor Hugo, Stendhal y Balzac; Colette, Proust y Marguerite Duras; poemas que bucean en los rincones del alma y esculpen la realidad para exaltarla o para maldecirla: Verlaine, Rimbaud, Valéry…; ensayos escritos desde el compromiso por analizar y transformar el mundo, por trascender la realidad, por caminar hacia la utopía con las alas de la conciencia: Montaigne, que inventó el género hace casi cinco siglos, y otros ensayistas y filósofos más cercanos como Sartre, Camus, Althusser o Michèle Le Doeuf.
Pero, además de todos los nombres citados, quiero recordar otros, ligados a este mes de abril y uno, a este año de dos mil veintiuno: el dos de este mes del año mil ochocientos cuarenta nació en París Émile Zola, el mayor representante del naturalismo en la novela y autor de artículos en prensa de gran repercusión política y social, por los que sufrió todo tipo de represalias. Su novela 'Germinal' es la historia dura y terrible de una huelga de mineros en el norte de Francia, el testimonio de una derrota de la clase obrera en la que solo queda la esperanza de que germinará la semilla sembrada contra la explotación y la injusticia. El catorce de abril se han cumplido treinta y cinco años de la muerte de Simone de Beauvoir, filósofa y novelista francesa que nos reveló en 'El segundo sexo' las trampas del patriarcado y señaló el camino del feminismo de la igualdad por el que muchas mujeres seguimos transitando sin bajar la guardia, a pesar de los avances conseguidos desde que el libro vio la luz hace ochenta y dos años. Y, por último, Baudelaire, el poeta de cuyo nacimiento se ha cumplido el centenario el pasado nueve de abril; tengo una edición bilingüe de 'Las flores del mal' de mil novecientos noventa y dos, con un prólogo de Rafael Argullol en el que dice que es difícil sucumbir al magnetismo de su poesía, porque es una fuerza que golpea directamente las entrañas de la conciencia. Un novelista comprometido, una filósofa feminista y un poeta imprescindible, a los que siempre es bueno volver en un viaje que no nos llevará a pasear por las calles de París, pero sí a encontrar paisajes, respuestas y preguntas para seguir caminando. Por Francia, por España, por el mundo…
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