Entre dos fuegos
En mi vuelta a casa me percaté de que me dirigía hacia una aglomeración de gente, cuya presencia a esas horas tempranas yo no sabía explicar
José Manuel Palma
Granada
Jueves, 29 de octubre 2020, 00:48
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José Manuel Palma
Granada
Jueves, 29 de octubre 2020, 00:48
Esta mañana he salido a pasear por la ciudad. Era muy temprano. Esa hora en la que las calles se van desperezando para acoger a aquellos que aún andan remisos en sus casas antes de lanzarse a ocupar el espacio abierto de las aceras. Los ... pocos viandantes, que con su zapateo se atrevían a romper el silencio de la madrugada, componían una sinfonía de maneras de llevar la mascarilla. Ese nuevo atuendo impuesto por una pandemia sorda al clamor humano, y sobre la que cada cual busca las formas, texturas y colores más variopintos, en un homenaje sublime a la frivolidad humana. Unos la mostraban bien colocada, la mayoría. Otros la exhibían con la nariz descubierta, bajo su barbilla, en la mano, o simplemente no la llevaban. Igual diversidad se puede apreciar con respecto a los casos de incidencia de la Covid-19. Unos no la padecen, la mayoría. En otras situaciones, los síntomas son leves y no se manifiestan de manera homogénea en toda la población. Otros sufren trastornos graves, pero no requieren cuidados sanitarios y rezuman sus dolencias en casa. La minoría son hospitalizados, y algunos de ellos mueren. En realidad, no son tantos si lo comparamos con la población total. Pero, a nivel nacional, es verdad que, si no hubieran fallecido, bien podrían llenar una ciudad de tamaño medio como Ávila, Mérida, Cuenca, Aranjuez, Segovia, Huesca, Villareal, Linares, Motril y otras. Y, sobre todo, no es menos cierto que no habrá ciudades suficientes, países bastantes y mundos disponibles para alojar el dolor y el vacío que dichas muertes generan.
Yo seguía con mi transitar. No había resquicios de resplandor lunar. Sería oscuridad absoluta si no fuera por las luces urbanas que provocaban esos reflejos iridiscentes en el asfalto recién limpiado, a base de manguerazos, por los operarios municipales. Después de unos veinte minutos callejeando en busca de las principales arterias de la ciudad, ésta se transformó quedando impregnada de una luz anaranjada que rompió la monotonía de los negros y los grises, del silencio opaco de los estorninos, de los escaparates mustios. El sol lanzaba su primer mensaje luminoso al otro lado de la Sierra, y los rayos se difractaban por el cúmulo de nubes que adquirían formas majestuosas. Una de ellas, la de mayor tamaño, semejaba el hongo atómico que irrumpió en las ciudades de Hirosima y Nagasaki, para devastarlas en aquel fatídico mes de agosto de 1945, y que ahora parecía recitarnos una metáfora vírica a los habitantes de la ciudad de Granada.
En mi vuelta a casa me percaté de que me dirigía hacia una aglomeración de gente, cuya presencia a esas horas tempranas yo no sabía explicar. Pocos segundos después comprobé que se acumulaban frente a la entrada de un Centro de Salud. Esa pequeña multitud se distribuía realmente en dos hileras bien formadas y enfrentadas una a otra, de manera que, aun ocupando prácticamente toda la acera, dejaban un pasillo por el que los transeúntes podíamos pasar. Todos llevaban la mascarilla bien colocada, pero no dejaba de inquietarme el hecho de que tuviera que cruzar entre ambos bandos, sintiéndome como ese reportero, esa madre con ese niño, ese despistado o ese temerario que quedan atrapados entre la línea de dos fuegos enemigos en una ciudad en guerra. Por cierto, el número de individuos que a esa hora transitaban con el uso equivocado o no uso de la mascarilla había aumentado considerablemente.
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