Ganar siempre

Tribuna ·

La televisión y los medios no ayudan, si pensamos en la cantidad de programas de competición sobre tal o cual talento que conviven en la parrilla, muchos de ellos enfrentando a niños

RAFAEL Ruiz Pleguezuelos

Granada

Jueves, 15 de julio 2021, 00:25

El final de la Eurocopa, con una Italia triunfante y una Inglaterra que no supo encajar el resultado demasiado bien, nos brindó una de esas pequeñas polémicas que sirven como termómetro de la sociedad en que vivimos, y que ofrece reflexiones que van mucho más ... allá de lo estrictamente deportivo.

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¿Cuál es por tanto la reflexión que quiero compartir con ustedes a partir de ese gesto? La convicción de que en este rechazo de la selección inglesa al papel de segundo –no escribamos ahora segundón– se resumen algunos de los factores que están haciendo de nuestra juventud, a pesar de la libertad casi absoluta de la que gozan, una generación que vive en muchos casos en una frustración permanente. Hablen con un psicólogo y les dirá cuántos jóvenes atiende a la semana que, pese a tener todo de cara, son absolutamente incapaces de ser felices. El cóctel que produce esa angustia existencial contemporánea tiene como principal ingrediente la pretensión de que hay que ganar siempre (y casi diríamos que a toda costa), iniciada por el error de unos padres que consintieron demasiado a sus hijos, y que no permitieron que perdieran nunca por miedo a que se frustraran. Esas fiestas en las que hay regalos para todos, y no solamente para el que cumple años. Esas celebraciones de la graduación de la ¡guardería!, la ESO, el Bachiller, en la que además todos participan independientemente de que lo hayan conseguido o no, de que hayan trabajado o no. Se gradúan aunque estén suspensos, no vayan a sentirse mal. Pero es que después llega la vida adulta y con ella la realidad. Las relaciones personales fallan, los exámenes se suspenden, los planes no salen como uno quiere. Y ese niño al que se le dio todo, que siempre fue el ganador forzado y lució una corona invisible toda su infancia, es incapaz de asumir que ya no es el primero. Que su pareja le rechaza. Que su empresa no tiene éxito.

Si se le hubiera permitido, en sus primeros años, fracasar en las pequeñas cosas, apechugar con las consecuencias de sus errores, su cerebro adulto estaría mejor entrenado para asumir las consecuencias negativas de la vida. Pero el individuo que lo tuvo todo, siempre, sencillamente no puede aceptar que después le falte algo. Ya sea un campeonato, un puesto de trabajo o una novia. Nótese especialmente esta última situación, la de las relaciones personales, porque hay un germen de violencia hacia la expareja en esa máxima frustración enraizada en la incapacidad de asumir que el otro no te quiere. Que ya no quiere estar contigo. Que prefiere a otra persona.

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La televisión y los medios no ayudan, si pensamos en la cantidad de programas de competición sobre tal o cual talento que conviven en la parrilla, muchos de ellos enfrentando a niños. La mayoría fomentan de una manera intensísima esta sociedad de la competitividad mal entendida, que se basa en una falacia que tortura su mente: hay que ganar, siempre. Pero es que alguien debe gritarles cuanto antes que eso es imposible. Ganador solamente puede haber uno, y los demás deben aceptarlo desde el principio.

Piensen en cuantas personas conocen que no han ganado nada en su vida, que no han competido o si lo han hecho jamás han estado en los primeros puestos, y sin embargo son rotundamente felices. Y ahora recuerden cuántos de esos grandes ganadores (ya sea en el deporte, la música, el cine) llevan una vida miserable cuando la racha se acaba, y aún cuando están saboreando el triunfo, una de las palabras más desgastadas y peor empleadas del siglo.

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