Resulta aconsejable no matar moscas a cañonazos, por el dispendio y los riesgos del disparo, pero también conviene no defenderse del tigre con un matamoscas. Cada enfermedad requiere su tratamiento.

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Ambas circunstancias se dan en nuestra vida pública. Cuestiones secundarias desatan tormentas de declaraciones, tuits, ... contrarréplicas, desgarros de vestiduras, a cuenta de que tal expresión es heteropatriarcal, o de acusar a alguien de que su opinión sobre el cambio climático es fascista, pues no coincide con el radicalismo políticamente correcto; o por si comemos demasiada carne, pese a que un chuletón al punto es imbatible –quizás el presidente pase a la historia por esta frase–.

Más peligrosa es la costumbre contraria. Asuntos cruciales se solventan sin un debate que merezca tal nombre. Son las cuestiones complejas en las que nos jugamos mucho y que permiten distintos puntos de vista. Se despachan con soflamas simples, al modo de lemas agresivos, con posturas sin posibilidad de enmienda, al presentarse como irrenunciables.

Sin embargo, algunas cuestiones merecían una reflexión colectiva. Por ejemplo, sobre el Sahara, cuando se rectificaron a la brava posiciones de cuarenta años. Lo mismo cabría decir de Venezuela y la revolución bolivariana o de Cuba: nos movemos entre la fascinación y la distancia que marca la Unión Europea. Resulta difícil precisar dónde estamos o se cambia de tono según el interlocutor. Lo mismo sucede con Ucrania, cuestión internamente vaporosa, para la que se combinan apriorismos presuntamente pacifistas («diplomacia de precisión»), promesas de volcarnos y apoyos remisos, a cuentagotas.

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Todo ello llega precocinado, sin un debate mínimo.

Eso en la política exterior. En la interior sucede lo mismo. La lucha contra la crisis da en ofertas de subvenciones electorales, diatribas genéricas sobre impuestos y simplezas agresivas contra los ricos. Nada que se asemeje a una argumentación reflexiva.

Tenemos un problema energético y lo vamos afrontando de forma deslavazada, como si lo importante fuese si la propuesta llega del PP. Queda vetado discutir sobre la posibilidad de mantener la energía nuclear, como se hace en otros países, mientras nos proveemos del gas norteamericano producido por el 'fracking' que aquí hemos rechazado.

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Todo ello puede ser razonable, o no, pero en ningún caso se plantea una discusión pública sobre estas cuestiones de enjundia.

El debate resulta imposible entre nosotros. Exige la disposición a ceder si es mejor el argumento contrario y esto se interpretaría como derrota, algo que se considera inadmisible.

Son cuestiones sobre las que cabe una amplia gama de opiniones, además de las de los especialistas, que aquí sobran. Se dirigió la lucha contra la pandemia sin una comisión científica, quizás la principal gesta de nuestros políticos, el «dejadme solo» como actitud para llevarnos al futuro.

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Nuestros partidos tienen posturas ya asentadas sobre las cuestiones importantes. No son fruto de debates (ni siquiera internos), resultan siempre simples, actúan como lema electoral y sirven para afirmarse y abroncar al contrario. Las posibilidades de acierto dependen de la casualidad. El gusto por el azar nos define.

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