Un servidor que, por carrera y oficio, anda con frecuencia por los senderos de la Historia, a veces, porque es inevitable, se toma alguna caminata por el otro sendero de la Filosofía, materias bastante emparentadas. Y en este último sendero, a veces, me acompaña el ... desconocido filósofo, o casi, de la escuela granadina Jesús Gil del Pino, bastante emparentado con aquel otro filósofo, su casi paisano, Ibn Tofayl, el guadixí moruno autor de 'El filósofo autodidacto' que tanto influyó en el pensamiento europeo de la Ilustración y en la erudición de Menéndez Pelayo, y cuya nisba aún se rastreaba en el Guadix de los moriscos expulsados cuando la guerra de l568/70. Y alimentado por su sabiduría, en la que postula que la teología es la ciencia de nunca acabar, porque no se le acaba de ver ni el principio ni el cabo, así mismo sostiene que la filosofía, la ciencia de la verdad, tampoco le acaba de ver su sentido ya que nadie ha sabido responder con certeza a la famosa pregunta histórica: «¿Qué es la verdad?», ya que la evidencia nos dice que bailamos en la incertidumbre de si este mundo en que vivimos es una virtualidad, tal como una película de cine, o una realidad, como lo acusan las tragedias de cada día.
Y sumidos en ese debate, mi filósofo –que no lo es de carrera, pero sí de oficio–, no obstante mantiene que los postulados sostenidos hasta hace poco por los grandes filósofos tales como Aristóteles, santo Tomás, san Agustín Leibnit, Descartes o Kant....., se han venido por tierra, derribados por las nuevas interpretaciones vitales de los reyes filosóficos del siglo XX, que dice ser Walter Benjamin, Ludwig Wittgenstein, Martin Heidegger y Caser, principalmente, quienes han puesto sobre el tablero la antiquísima paradoja de Zenón de Elea (490/430 a.C.), según la cual, por mucho que corra Aquiles tras la tortuga nunca la alcanzará. Es decir, que por mucho que busquen la explicación de nuestro universo en la filosofía, y aunque parezca que ya están a punto de alcanzarla, nunca conseguirán atrapar a la tortuga de la verdad, o de la realidad.
Porque la cuestión, o si se prefiere el problema, la verdad y su realidad, sólo giran alrededor de estos principios que se pueden dar por insolubles, dada nuestra finitud:
a) Nunca sabremos en qué consiste el misterio de la creación universal del cosmos como tal, de su infinitud ni de su última pared o muro, si es que lo tiene.
b) Nunca sabremos la verdad del tiempo que nos rodea, y en el cual vivimos, sin lograr aprehenderlo jamás, ni el pasado, para guardarlo, ni el futuro para retocarlo, un fenómeno que, como el agua, constantemente se nos escapa de las manos.
c) Nunca dispondremos, a pesar de nuestros adelantos técnicos, de la verdadera realidad de la vida, un fenómeno presente ahí mismo, pero nunca sujeto a nuestra voluntad, a pesar de nuestros adelantos técnicos, ya que aquí tampoco, aunque esté muy cerca, Aquiles nunca acabará por atrapar a la tortuga. Ni nacemos cuando queremos, ni morimos cuando nos apetece, si dejamos al margen las trampas suicidas.
d) Nunca sabremos qué hay detrás de esa cortina misteriosa que es la muerte, aunque dilatemos un período siempre mensurable de la vida. Lo que haya detrás de esa cortina que es la muerte, si es que hay algo, o no hay algo, será un misterio al que Aquiles ya ni siquiera aspirará a atrapar a la tortuga.
Es ahí donde está y resalta el debate filosófico, ante el cual son inútiles los juegos de palabras. El problema es único en nuestra realidad, a pesar de todos nuestros avances científicos. Y es que Aquiles nunca consigue alcanzar a la tortuga, alrededor de lo cual se estructura el drama o la tragedia humana, según se mire, y que motivará que a Sísifo siempre se le vuelque la roca hacia la otra ladera de la montaña, como tan magistralmente nos explicó Albert Camus.
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