En 2016, a iniciativa del periodista José Antonio Guerrero, promovimos desde varias instituciones y un centenar de personas una petición al Ayuntamiento de Granada y a la Diputación para que Gregorio Salvador fuese elegido Hijo Predilecto de la Ciudad de Granada y recibiera la medalla de Oro de la Diputación. Sin duda una solicitud muy justa, porque Gregorio Salvador ha sido uno de los granadinos que con más insistencia y oportunidad ha reivindicado la importancia de su patria chica en toda clase de foros internacionales. Con motivo de esa petición escribí este artículo
Jueves, 31 de diciembre 2020, 00:28
Desde que empecé a tener uso de razón hubo algunas personas en mi casa que me encaminaron hacia las letras, hacia la carrera de las letras. Una fue mi padre, que era poeta vocacional, casi clandestino, que escribía versos a escondidas y que se sabía ... de memoria poemas de Darío, de Lorca, de Campoamor, de Chamizo… Crecí, por tanto, en un ambiente literario porque, además, mi abuelo paterno, una especie de aventurero al estilo de García Márquez, que viajó a hacer Las Américas varias veces y varias veces se arruinó en la aventura, también escribía e incluso llegó a dirigir en Argentina una compañía ambulante de teatro para la que incluso compuso algunas obras. Ellos despertaron mi afición a la literatura, pero mi tío Gregorio fue el que la legitimó. Porque mi tío Gregorio, quien a causa de la Guerra Civil y de la muerte prematura de mi abuela, se crió en Galicia con su hermano mayor hasta que, una vez acabada la guerra, y cuando su hermano tuvo que exiliarse a Argentina por ser un comunista significado en su tierra, regresó a Granada, se licenció en Letras y comenzó a enseñar como profesor ayudante a las órdenes de Manuel Alvar. En aquellos años cincuenta, en los que yo era un niño que pasaba la mayor parte del tiempo en su casa, con mi tía Anita, sus mujer, y mis primas pequeñas, Alvar y su equipo pusieron en marcha un proyecto que tuvo una publicidad enorme: el Atlas Lingüístico de Andalucía. El prestigio de mi tío, justificó en cierto modo el que mi primo Fran Salvador y yo decidiésemos estudiar Filosofía y Letras y, por supuesto, prestigió mis veleidades literarias, amadrinadas sobre todo por mi tía Anita.
A comienzos de la década de los sesenta mi tío emigró primero a Algeciras, después a Cartagena y más tarde a Astorga como catedrático de instituto, y finalmente en 1966 ganó la cátedra de Gramática Histórica de la Universidad de La Laguna. Hasta 1975 no regresó a Granada como catedrático, justo cuando yo acababa de entrar también en la Facultad como becario de investigación, pero durante todos esos años no dejó en ningún momento de ser un referente para mí y para mi introducción en los estudios literarios hispanoamericanos, tan queridos por razones obvias en la familia, ya que algunos de sus hermanos, incluido mi padre, nacieron en Argentina y allí emigraron después, por distintas razones, bastantes miembros de nuestra familia. Recuerdo el magnífico trabajo que hizo, utilizando un método muy novedoso entonces, la «estilística estructural», sobre 'Cien años de soledad' cuando su autor era todavía casi un desconocido, así como un trabajo posterior dedicado a Federico García Lorca en el que demostraba lo estúpidas que habían sido algunas aproximaciones a su obra, hechas sin el conocimiento necesario de la cultura popular andaluza.
Marchó a Madrid, entró en la Academia, se convirtió en una figura nacional de las letras españolas y encontró tiempo para otra de sus vocaciones secretas, tan propia de la familia por otra parte: la creación literaria. Publicó una novela y algunas colecciones de cuentos entre a las que, a mi juicio, destaca notablemente su Nocturno londinense y otros relatos (2006) que nos muestran a un verdadero especialista en el relato corto, personal y tradicional a un tiempo. Esos cuentos encierran mucho de lo que Gregorio Salvador ha lidiado con la vida, con la literatura y con el lenguaje.
Aunque parezca mentira, al recordar a mi tío Gregorio no me viene la evocación de mi vida universitaria o académica, ya que desgraciadamente sólo la compartí con él unos pocos años, sino que me viene inmediatamente la nostalgia de la infancia feliz que sí que compartí con él y su familia muy estrechamente en nuestro domicilio literario de Pedro Antonio de Alarcón. Durante todos aquellos años y los subsiguientes, mi tía Ana Rosa Carazo, también catedrática de instituto, fue su ángel protector. La persona que se preocupaba de todos los asuntos domésticos, prosaicos, engorrosos y necesarios que no tenían que ver ni con la universidad ni con los estudios. Incluso de conducir el automóvil familiar, a pesar de sus problemas crónicos con la miopía.
En los últimos años de su vida, mi tía Anita perdió totalmente la vista y, más tarde, la capacidad motora. Gregorio fue entonces el que se convirtió en sus ojos y en su guía, quien pacientemente se preocupaba de las faenas domésticas y de que Anita pudiera oír o leer con los dedos aquellos libros que tanto le fascinaron durante toda su vida. No ha pasado mucho tiempo desde que, su hija, mi prima Aurora, autora también de preciosos sonetos, me llamó diciéndome que le estaba leyendo a su madre por teléfono una de mis novelas. La llamaba cada día y le leía por teléfono algunas páginas. Creo que ese ha sido uno de los mayores homenajes que me han hecho en mi vida, pero también el modo más noble que yo he tenido de devolver a una persona querida algo del amor por los libros y por la literatura que me inculcó en aquellos años en los que la felicidad existía y todo era posible. Incluso que nos dedicásemos a la literatura y que un día escribiésemos libros.
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