Ha sido una lucha cruenta, diría que encarnizada. Por momentos he resistido como un héroe. En otros ha estado a punto de rendirme, de tirar ... la toalla, de claudicar ante lo inevitable. Y al final he capitulado. Ese momento crítico ha sucedido al descubrir que Guardiola rima con farfolla. No es una rima perfecta, consonante y sutil como las del poeta Romero, pero ha bastado para empujarme a seguir incrustado en la cola de ese cometa llamado prucés. Farfolla: cosa de mucha apariencia y poca entidad.
Echarse a la cara un folio en blanco y no empezar a vomitar palabras y frases sobre el asunto catalán se antoja un milagro, una tarea propia del Hércules del papel que no soy. Pero pude huir cuando el arzobispo y el imán firmaron su exhorto común para orar por la lluvia. Pude aferrarme a ese argumento como el que en mitad de la riada sme abraza a una farola para salvar la vida. Era un buen tema y la imagen parecía potente. Los feligreses de cada parroquia suplicando nubes al santo de turno y los seguidores de Alá implorando por un chapetón de los que hacen época. Los dioses, con su habitual displicencia, observando desde arriba (o abajo) el infructuoso ruego de sus fieles y regresando a sus asuntos sin atender plegaria alguna. Pues nada, sucumbí.
La fe mueve montañas y aspira a acumular borrascas sobre nuestras cabezas pero otra cosa es su fiabilidad. En Barcelona, válgame Dios, la fe ha quemado ya unos cuantos coches, ha cancelado vuelos, cabreado conductores y enviado a cientos de agentes de policía al hospital. Ha sido la fe en una Cataluña independiente, próspera y felizmente libre de ese lastre llamado España, «un país autoritario donde se violan los derechos humanos y se persigue a los disidentes» (Farfollas dixit). El derecho a decidir, la voluntad del pueblo y sus exégetas, la democracia por encima de la ley, el España nos roba y toda la matraca del independentismo requiere de una boyante dosis de fe para sostenerse como tesis válida, pero más fe aún se necesita para tragarse los razonamientos de quienes, desde fuera del conflicto, en Badajoz, en Cartagena o en Granada, persiguen mantenerse en la acostumbrada equidistancia progre que reparte las culpas por igual.
Como si la responsabilidad de lo sucedido la tuviesen por igual los gobiernos de España y los de Cataluña. El primero cumpliendo la ley y el segundo violentándola. Como si hubiese faltado capacidad de diálogo desde la Moncloa, que no ha dejado de tender puentes, volados uno detrás de otro por el independentismo. Yerran quienes sostienen que en todo este fregado ha fallado la política. Bueno, sí, han fallado los políticos catalanes en su viaje a ninguna parte, en la venta de una quimera a una sociedad golpeada (como todas) por la crisis económica, principio y fin de toda esta historia.
¿En qué consiste ese famoso nuevo 'encaje' que necesita Cataluña en España? Eso que según los tibios equidistantes no se ha sabido ofrecer desde Madrid. ¿Más autogobierno? ¿Más cariño? ¿Un psicólogo para Rufián? No. Ya se lo digo yo: billetes. Recemos, pues.
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