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Los republicanos y los socialistas se hundieron en la primera vuelta de las elecciones presidenciales y Emmanuel Macron y Marine Le Pen se disputan hoy ... la presidencia de Francia, como lo hicieron en 2017. Los argumentos se repiten con algunos cambios en el guion. Le Pen afirma que Macron y ella representan «dos visiones diferentes de la sociedad». Y lleva razón. Macron quiere una Francia fuerte en Europa y ha declarado que las elecciones presidenciales «son un referéndum sobre Europa». El presidente en funciones subraya que Europa es garantía de paz, ya que «nos protege de las crisis y la guerra». Así lo creo yo. Él defiende mayores inversiones en transición ecológica y digitalización y una mayor integración en la Unión Europea (UE), incluyendo avances en la creación de un futuro ejército europeo, un tema de máxima actualidad por la invasión rusa de Ucrania. Recordemos que en el preámbulo del Tratado de la UE se declara la voluntad de desarrollar una política exterior y de seguridad común; una política que «podría conducir a una defensa común… reforzando así la identidad y la independencia europeas con el fin de fomentar la paz, la seguridad y el progreso en Europa y en el mundo». Macron es un europeísta convencido y advierte de la amenaza que representa la postura antieuropea de Marine Le Pen, que sigue incluyendo en su programa propuestas que llevarían al colapso de la UE.
Le Pen llama a «restaurar la soberanía de Francia», apelando a la nación y al pueblo. Aunque niega que pretenda la salida de Francia de la UE, muchas de sus propuestas son contrarias a los Tratados que la instituyen, a los valores sobre los que se asienta y al propósito de continuar el proceso de integración, cada vez más estrecho, de los pueblos de Europa. Le Pen acusa a la UE de políticas antidemocráticas, «contrarias al interés del pueblo y de nuestras economías». De hecho, aspira a una 'Alianza Europea de Naciones' que sustituya gradualmente a la UE. Quiere renegociar el Acuerdo de Schengen, para recuperar el control en sus fronteras, aunque aprobaría la existencia de «procedimientos simplificados» para los ciudadanos europeos. Apuesta por la primacía del Derecho francés, en palmaria contradicción con la primacía del Derecho de la UE sobre el Derecho interno de los Estados miembros, que fue consagrada por el Tribunal de Justicia en las ya míticas sentencias Costa vs. Enel y Simmenthal, dictadas, respectivamente, en 1964 y 1978. De este modo se opone a una regla sin la cual no puede concebirse la existencia de la UE, a la que los Estados miembros cedieron parte de su soberanía. También defiende el principio de «preferencia nacional» en el acceso de los solicitantes a determinadas ayudas, contrario al principio de no discriminación de los ciudadanos de la Unión. Promete reducir la aportación neta de Francia al Presupuesto de la UE (¿cómo?) y critica abiertamente las políticas comunitarias y, en particular, la Política Agraria Común y el Pacto Verde Europeo. Con el argumento de la soberanía alimentaria, pretende excluir los productos agrícolas de los acuerdos comerciales de la UE, coincidiendo con el descontento mostrado por los agricultores franceses frente al Tratado de Libre Comercio entre la Unión Europea y Canadá (CETA), y propone la suspensión de las negociaciones de los acuerdos que se están negociando con Mercosur, Australia y Nueva Zelanda.
¡Ay, Marine, Marine, no puede ser! Esas propuestas son inviables. Son tan radicales que supondrían el derribo, desde dentro, de la arquitectura de la UE. Le Pen coincide con otros líderes populistas como Donald Trump en la defensa de los particularismos nacionalistas. Justifica el proteccionismo frente a los daños nacionales que atribuye al libre comercio y a los efectos de la globalización. De hecho, ha declarado que si gana formaría «un gobierno de unión nacional», en el que podría entrar el exministro de Economía Arnaud Montebourg, quien dejó el Ejecutivo socialista de François Hollande en 2014 por defender el proteccionismo industrial. ¡Francia primero! Seguro que les suena. Es la versión francesa de «America First» (América primero), la consigna que pronunció Donald Trump en su discurso de toma de posesión como presidente de los Estados Unidos, justificando el proteccionismo y la revisión al alza de los aranceles frente a las importaciones.
En 2015, Marine Le Pen dijo que la política se parece cada vez más a una lucha entre los nacionalistas y los defensores de la globalización, a cuyo bando no pertenece. En cambio, Macron ha declarado que «fuera de la globalización no hay progreso posible» (en su discurso en el Foro de Davos, en 2018). Los intercambios comerciales son un vehículo de paz y prosperidad, como subraya Kant en La paz perpetua, coincidiendo con Hugo Grocio. Kant señala que «el espíritu comercial, incompatible con la guerra, se apodera tarde o temprano de los pueblos». Y de este modo, la Naturaleza garantiza la paz, «utilizando en su provecho el mecanismo de las inclinaciones humanas». Sin embargo, no todo es tan simple cuando se analiza la globalización y el libre comercio. El propio Macron es consciente de la necesidad de «proteger a los olvidados de la globalización».
No sabemos si la globalización, tal y como la hemos conocido hasta ahora, ha descarrilado o está a punto de hacerlo, pero algunos partidos políticos han subido como la espuma agitando la bandera de la desglobalización, y culpando al libre comercio y a la mundialización de la producción del desempleo y del empobrecimiento que hoy afecta a las capas de población más vulnerables en los países occidentales. Y parece más que probable que el atasco mundial en la cadena de suministros por la pandemia de Covid-19 y la guerra en Ucrania empuje a Europa a un proteccionismo limitado en sectores estratégicos para minimizar la dependencia de países como China y Rusia.
En 1991 asistí a una conferencia pronunciada por Maurice Allais, premio nobel de Economía, en el Hotel Ritz en Madrid. Quedé asombrado al escuchar sus vaticinios sobre la globalización y los peligros de la mundialización, del libre comercio entre zonas del orbe con notorias desigualdades sociales y económicas. El economista francés se mostró en contra del libre comercio con determinados países en los que las empresas pueden practicar 'dumping social', una competencia insana. Como él predijo, si los trabajadores reciben menos salarios, tienen menos vacaciones y, en general, menos derechos en Asia que en Europa, las empresas se marcharían del viejo continente para producir más barato en Asia. Poco tiempo después comenzó a ser evidente el fenómeno de la deslocalización de empresas del que alertaba Maurice Allais.
China, un país comunista cerrado al mundo durante mucho tiempo, defiende la globalización y el libre comercio. Xi Jinping lo alabó en el Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico celebrado en 2017 y tiene motivos para hacerlo, porque su economía ha crecido espectacularmente, hasta convertirse en la 'fábrica del mundo'. Durante la primera etapa de la pandemia de coronavirus nos dimos cuenta de nuestra dependencia de China y otros países asiáticos en la provisión de mascarillas, respiradores y otros productos sanitarios fundamentales para salvar vidas. Posteriormente la crisis en el abastecimiento de semiconductores y otros productos necesarios para el funcionamiento de las cadenas productivas en la industria informática, automovilística, etc., ha despertado a Europa. En este contexto, catorce países de la Unión Europea anuncian que emplearán parte de los fondos europeos de recuperación de la Covid-19 para crear una industria europea de semiconductores, eliminado la dependencia que actualmente tenemos de los suministrados por países asiáticos y EEUU. Las circunstancias mandan y forzarán a los gobernantes y aspirantes a serlo a revisar su guion sobre Europa y la globalización. Esperemos que lo hagan para reforzar la unidad europea y la paz mundial.
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