Habermas y Ratzinger: Fe y política, el debate

Es necesario recuperar aspectos más positivos de su extenso magisterio intelectual

leandro sequeiros

Miércoles, 4 de enero 2023, 00:41

El fallecimiento, no por esperado menos sentido, del Papa emérito Benedicto XVI ha recuperado en los medios de comunicación muchas facetas del Josep Ratzinger. Unos medios han recuperado aspectos más oscuros de sus actuaciones como defensor riguroso de la ortodoxia católica. Pero también es necesario ... recuperar aspectos más positivos de extenso magisterio intelectual.

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Antes de ser Papa, Joseph Ratzinger mantuvo una discusión con el filósofo Jürgen Habermas sobre el papel de la fe en la construcción de un mundo más democrático.

En enero del año 2004 la Academia Católica en Baviera reunió al entonces cardenal Joseph Ratzinger (nacido en 1927) con el filósofo Jürgen Habermas (nacido en 1929). La cumbre intelectual se mantuvo entonces en discreta reserva. Personalidades de amplia influencia en mundos muy distintos –el reino vaticano en un caso, la república académica en otro–, ambos son alemanes de una generación que, muy joven, participó del colapso bélico del Tercer Reich.

Maestros de vasta experiencia si bien, por así decir, con libros opuestos, ofrecieron en esa ocasión su visión de las relaciones entre la religión y la política a comienzos del siglo XXI. ¿Pueden llegar a ser hermanas la fe y la democracia? ¿O bien persistirán en su añeja y mutua hostilidad?

Más allá del resultado del encuentro, resulta claro que Ratzinger se enfrentó amistosamente pero con energía con su antagonista, sin dudas el pensador vivo más célebre tras la desaparición de figuras como Norberto Bobbio, John Rawls o Jacques Derrida.

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La conferencia de Baviera modifica algo del perfil convencional por el que son conocidos sus protagonistas. Es cierto que Habermas se muestra preocupado por los temas de siempre, como son los de la fundamentación no metafísica de los valores modernos y la racionalización de la cultura política. Pero a la vez –y esto es sorprendente en quien al pasar se define como indiferente, «sin oído musical para la religión»– insistió allí en la necesidad de contar con la fe para sostener la debilitada vitalidad de la conciencia democrática.

Ratzinger defendió por cierto una filosofía tradicional que tiene siglos detrás de él. En sus maneras, sin embargo, tomó distancia del perfil mediático que supo proyectar como guardián del dogma y purpurado ultramontano capaz de sostener que los políticos católicos pueden aplicar la pena de muerte pero jamás autorizar el aborto. En su Baviera natal adoptó el papel de polemista urbanizado. Se permite incluso un cortés comentario crítico acerca de una idea de Hans Küng, un teólogo cuya enseñanza combatió desde su implacable puesto institucional en Roma durante la era Wojtyla.

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Un problema de los laicistas, comenzó Habermas, es que tienen dificultades para afirmar valores sin recurrir a los respaldos trascendentes o confesionales que pretenden negar. La secularización –vale decir, el proceso de replanteo en términos laicos del antiguo universo conceptual de la cultura religiosa– amenaza con vaciar el sentido mismo de esos conceptos que son también valores.

¿Cómo se justifican, por ejemplo, el derecho y el Estado? Esta pregunta fundamental para la política constituyó el centro de la discusión en Baviera. Desde la filosofía de Habermas, una variante del liberalismo político, el respaldo de las instituciones ya no puede ser religioso o metafísico: debe ser racional. La ley que regula al Estado se fundamenta en las mismas condiciones que hacen posible el diálogo entre ciudadanos, quienes están involucrados de una u otra forma en el procedimiento legislativo. La argumentación es la fábrica de legitimidad del sistema.

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El cristianismo le parece a Habermas un aliado adecuado en la lucha contra el posmodernismo, enemigo común, pues, a diferencia de éste, no reniega de la racionalidad ni le atribuye a ella el origen de todos los males. Con todo, para Habermas sería preciso «desinfectar» de cierto irracionalismo remanente a las culturas no liberales, como las religiosas, para admitirlas en la ciudad. Pero, ¿qué queda de la religión después de esta profilaxis?

En su propuesta escrita, Joseph Ratzinger sostiene que la racionalidad, «único Dios que Habermas admite», también debería reflexionar sobre los desastres que producen sus sueños y comprender las reacciones contrarias que genera. Por un momento parece acercarse más que el propio Habermas a las ideas en las que éste se formó. Aparece el obstáculo del relativismo tan frecuente en Ratzinger.

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Cierta o no, su indirecta objeción es a la vez pertinente y popular (algunos la calificarían de populista, otros de mero lugar común) y contribuye a delinear la imagen final con la que el cardenal quiere identificar a su rival, la estrella intelectual. Aunque, a decir verdad, Habermas manifiesta la aspiración a convivir con la religión, la argumentación de Ratzinger intenta convertir al filósofo en una especie de fanático del racionalismo; un dogmático de distinto tipo.

La religión, afirma con Habermas, será una auténtica fuente normativa para las democracias abúlicas siempre que se admita que los principios del orden moral y civil fluyen de la naturaleza divina. Porque detrás de ese reconocimiento vendrán los necesarios valores para el mundo moderno cuyo ateísmo amenaza incluso la dignidad de la persona. Si bien es preciso que el derecho vuelva a disponer de un fundamento trascendente deberá ser, por supuesto, uno racionalmente estructurado. Sólo así podrá combatirse el relativismo, enemigo común, que Habermas abomina sólo bajo la forma de posmodernismo. El filósofo había ofrecido su mano, pero el cardenal busca tomarlo del codo.

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Para Ratzinger, y en ello se adivina el intento de una estocada final (¿populista?), la modernidad que Habermas defiende debería aprender a modular sus pretensiones de universalidad tomando lecciones de la tradición católica. Esta tradición no sería menos firme pero sí (al menos en teoría) menos absolutista o paranoica que la modernidad laica. Si ésta no modera su ciega arrogancia, lo pagará caro. Y ya lo está pagando, insinuó en Baviera el hombre que sería Papa.

Pese a los aspectos oscuros es conveniente recuperar las dimensiones luminosas de que fue gran intelectual católico en tiempos de penumbra.

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