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María José y Ángel se enamoraron en la juventud. Su historia de amor, para los que saben leer el alma, la hemos conocido no hace mucho. Formaron un matrimonio ejemplar que duró hasta un día del abril pasado. En la librería de su comedor había ... fotos de la pareja cuando eran jóvenes; las misma fotos que todos tenemos ahí puestas para recordarnos que fuimos felices, guapos y jóvenes. A veces una fotografía dice más que una enciclopedia. Ella era una chica morena preciosa, que llevaba pelo largo. Él bien podría haber sido un galán de cine, o un 'chico ye ye' de los años 60, de larga melena y pantalón vaquero. Se retrataban abrazados. Y así, abrazados siguieron hasta ese día de abril, aunque María José llevaba tres décadas padeciendo una terrible enfermedad que fue matando su cuerpo hasta convertirlo en nada. Lo que no pudo matar ni la enfermedad ni el tiempo fue su inteligencia, su sonrisa, ni su amor a Ángel, el hombre de su vida. Sus miradas al cruzarse lo dicen todo.
Él ha dedicado la vida a cuidar de ella, y no le hubiera importado seguir si no fuera porque la veía sufrir. Porque su chica con insistencia le pedía dejarla ir. Es que soltar de la mano a los que queremos, permitirles que se vayan cuando ya no pueden resistir más es el mayor acto de amor que existe, pero todos llevamos encima el pecado del egoísmo y el miedo a la soledad. Yo misma he caído en eso. Recuerdo la imagen de mi padre en sus últimos días, cuando su cuerpo era como el de María José y su mente estaba turbia. No había vuelta atrás, nos dijeron en el hospital, pero me aferraba a lo irreal e imagina soluciones para tenerlo en casa con nosotros; quería estar con él aún a costa de verlo padecer postrado para siempre. Por suerte a veces la providencia existe, y la naturaleza es sabia. Pero otras, no. María José tuvo mala suerte. Esa enfermedad mata despacio, lentamente, sin nublar la mente del que la padece. Avanza sin compasión hacia los cuidadores. Y ella además vivía en España. Es que todavía quedan países civilizados en los que es un delito ayudar a morir a quien no resiste más sufrimiento y desea marcharse en paz. Eso lo deciden por todos los demás quienes no tienen que pasar el calvario de Ángel y M. José. Ellos pacientemente esperaban que tal disparate cayera por su propio peso. Habían imaginado que llegaría en esta legislatura una ley para resolver su drama Ya tocaba. Miraban cada día las noticias de la tele, pero al fin se dieron cuenta de que en ellos nadie pensaba. Por eso tomaron su propia decisión.
Lo más triste es que Ángel y María José vivían en un país que daba pasos legislativos a favor de los malos, con leyes extremadamente garantistas. Un país en que nada tiene que temer infinidad de maleantes, corruptos y violentos. Un país en el que leyes disparatas prohíben echar a la calle al que te roba la vivienda, o se ponen de parte del que entra en ella para atacarte y te manda a la cárcel si te atreves a defenderte del ladrón y asesino de tu familia. Sí, vivimos en un país que unas veces toma partido por delincuentes confesos y otras le pone esposas a un hombre como Ángel. Somos un país de tal hipocresía y disparate que cuando se habla de violencia de género meten en el mismo saco a torturadores y asesinos de mujeres que a Ángel, un hombre que entregó su vida a la mujer que amaba, cuyo único delito fue cumplir la voluntad de ella para liberarla de una tortura insufrible.
La eutanasia suelen concebirla sus detractores en el peor sentido, como si esto fuera todavía la Edad Media y no hubiera soluciones fáciles para acabar con el dolor del que ya nada espera de la ciencia. Como si todos tuvieran que seguir creyendo en los milagros. Pero por fortuna ya somos libres para creer o no en cosas sobrenaturales. Hoy defendemos el control de nuestras vidas, sin negar que otros opinen lo contrario. Pero el afán de capturar votos lo mezclan todo y degrada nuestras vidas haciéndolas invisibles.
Tan respetable es quien desde su libre albedrío y ética rechaza recurrir a la medicina ante situaciones irreversibles para poner fin a una agonía larga e insoportable, que lo contrario. Tan respetable es beatificar a cuidadores y enfermos que asumen el final de la vida sufriendo por ser fieles a principios morales, que lo opuesto. Yo defiendo la libertad individual ante esta decisión crucial. Lo que no respeto es que se ignore a los que libremente eligen lo contrario a la norma consuetudinaria. Es que ya estamos en una época que ofrece solución científica al sufrimiento final. Es que no es igual vivir y morir dignamente que hacerlo en contra de la voluntad de cada cual y es reprobable que esto suceda porque nadie es capaz de poner el cascabel al gato.
Sí, somos hipócritas y cobardes: porque fue bastante fácil legislar en torno al aborto dado que los no nacidos, sanos y con una vida por delante, no tienen voz y no les vemos la cara cuando nos deshacemos de ellos como si fueran basura. Pero curiosamente nos negamos a legislar a favor de una muerte digna cuando lo reclaman los que ya no resisten mas vivir agonizando, y nos lo dicen claro y alto con su voz y su mirada. Terrible es confiar en políticos que no son sensibles a este drama por un puñado de votos. Qué Dios los perdone por permitir tanto sufrimiento inútil en aras de intereses partidistas. Dicen, los que de esto entienden, que Dios lo perdona todo. Pero yo, que soy imperfecta por ser humana, no puedo perdonar lo imperdonable; y me niego a seguir como testigo pasivo de un drama como el que hemos vivido recientemente. Reclamo una solución y denuncio la vergüenza colectiva que nos han hecho pasar con la detención y procesamiento de Ángel Hernández, al que luego pusieran en libertad sin medidas cautelares. ¡Vaya circo de país!
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