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El jueves me di de bruces con una apisonadora que trituraba en el telediario las armas incautadas a etarras y grapos. Aquello tenía un aura extraña, algo impostada. Algo le había fallado al doctor Sánchez en esta puesta en escena y no me refiero a ... la escasa asistencia de público, incluida la ausencia de los ex presidentes y parte de sus ministros. Se conocen tan bien los tics a este hombre, que el de ese día parecía sacado de 'Yo, el Supremo' la genial novela sobre el autoritarismo de Augusto Roa Bastos. Podía haber pedido al escritor paraguayo prestada alguna de sus impagables frases para rematar su intervención. Por ejemplo la de «aquí la memoria no sirve. Ver es olvidar». Se trataba de eso: celebrar un triunfo y pasar página.

Cuando hemos visto cómo en Europa se han conservado los campos de exterminio nazis a fin de que nadie olvide aquella larga noche de la sinrazón y el odio a flor de piel, chirría tanto lo del jueves que hasta duele. Esas armas que trituraba la apisonadora deberían haberse conservado como imagen palpable del horror, el desafuero y los crímenes cobardes, cuyo enaltecimiento envilece a quienes todavía hoy los jalean y acogen. Hubieran estado mejor en un museo de la infamia, para que pudiéramos visitarlo y mantener fresca esa memoria. Si conservamos los tiros de Tejero en el techo del Congreso, ¿por qué se intentan tapar con la apisonadora del olvido esos otros tiros?

La noche anterior había visto en el canal Viajar de televisión el programa que sobre trenes del mundo presenta Michael Portillo, un periodista inglés hijo de un republicano español exiliado tras la guerra civil. Portillo mostraba los ferrocarriles de Sicilia. En una parada cercana al Etna encontró un monumento de la época de Mussolini y quiso saber la opinión de los paisanos sobre aquello. Los interrogados, señalando unos templos griegos cercanos y el grupo escultórico del fascismo, le vinieron a decir que todo formaba parte de la historia y que la historia hay que acatarla. Una respuesta lúcida de quienes, tras sufrir emperadores sádicos, invasiones, ocupaciones y guerras sin cuento, saben que practicar la 'damnatio memoriae' a monumentos y estatuas no sirve, porque la memoria no se borra a martillazos... ni por decretos.

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En España no les vamos a la zaga a los italianos en historia convulsa, invasiones, reyes tronados, luchas civiles y odios africanos. Pese a todo, aún quedan ganas de remover el pasado. Sea por el orgullo numantino o por la sangre agarena, no pasa un quinquenio sin que se retire una estatua o se reescriba la historia. Los celtíberos, por lo visto, somos más fundamentalistas y sin llegar –todavía– a cañonear monumentos, como hicieron los talibanes con los Budas de Bamiyyán, hay quien no le hace ascos a triturar una estatua o una lápida. A veces, como en Guadix, para colocar en el hueco del escudo machacado un reloj tan mustio y simple, que tendría más empaque de estar colgado en la pared de una modesta cocina. Con el permiso de Roa Bastos, alguien tendría que recordar al astuto inquilino de la Moncloa que «el hombre de buena memoria no recuerda nada porque no olvida nada» y que «la memoria no recuerda el miedo. Se ha transformado en miedo ella misma». Si añadimos que «la locura humana suele ser astuta y cuando la crees curada es porque está peor», hay que concluir con que no era el momento apropiado para el 'show' de la apisonadora.

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