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De nuevo se acercan las vacaciones. Malos días para los ancianos en unos tiempos en los que la vejez se esconde más que nunca. Cuando el tema de la atención de los últimos años de la vida sigue sin ser resuelto por las administraciones públicas, ... que siempre van muy por detrás de lo que demanda la sociedad. Porque nos ufanamos presentando resultados espectaculares en la prolongación de la vida, pero no abordamos la calidad de la vida que cuenta mucho más que la cantidad.
Soy realista. Se acabaron aquellos tiempos en los que los ancianos no salían de su domicilio familiar y morían como habían vivido, rodeados de hijos y nietos, e incluso biznietos. Así recuerdo a mi abuela María, la única abuela que tuve la suerte de disfrutar, y que llego a tener en brazos muchas veces a mi hijo, su primer biznieto. Cuando murió en casa de una tía, llevaba una foto del niño en un bolsillo. No tengo la menor duda de que mi abuela, que tuvo una vida durísima aunque nunca perdiera la sonrisa y jamás se quejaba, disfruto de una vejez feliz. Tenía cerca lo que más quería, su pueblo y a los suyos. Los nietos la adorábamos. Cuando llegábamos al pueblo la primera parada y visita era la casa en la que tocara vivir a la abuelita, con una de sus dos hijas desde que se fracturó una cadera y usaba bastón. En los verano, siendo ya muy vieja, nos íbamos con ella unos días a la playa. Seguramente mi abuela era una anciana ejemplar, por generosidad, ternura e inteligencia. Siempre intentaba respetar la intimidad de todos y guardaba para si sus penas. Rara vez le oímos una queja. Cierto es que también he conocido abuelos insolentes, que tiranizan a la familia. Aunque no era lo habitual. Ahora, inmediatamente que un anciano pierde facultades físicas o psíquicas, se le interna. Es el futuro que marcan los tiempos y no vale lamentarse. En eso quiero seguir el ejemplo de mi abuela. Fue una gran maestra de la vida. Ahora bien, lo que no es tolerable es que se abandonen a los viejos a su suerte. No basta con instalarlos en un lugar que parezca confortable, hay que asegurarse de que estén a gusto. Es lo menos que se les debe en justicia. Como dicen los Evangelios, honrar padre y madre es un mandamiento. Esos diez preceptos son la primera declaración universal de derechos humanos que funcionó en el mundo, creo yo.
Digo esto porque más pronto que tarde nos contarán noticias de viejos abandonados por familiares para poder tomar vacaciones. Se han visto casos hasta de dejarlos en la gasolinera. Esa es la anécdota. Lo frecuente es usar hospitales como aparcamiento, o buscar aceleradamente la residencia. La más barata si es posible. Aunque el precio del 'aparcamiento' no siempre es garantía de calidad. Basta recordar el escándalo que surgió poco antes de la pasada Semana Santa en la residencia madrileña Los Nogales, una de las concertadas por la Comunidad. Allí se han demostrado brutales malos tratos por parte de los cuidadores a enfermos dependientes y con demencia. Unas cámaras que instaló el hijo de una interna que allí falleció, un abogado que había presentado al parecer reclamaciones sin ser atendidas, relatan episodios de una dureza inusitada. Ahora, destapado el escándalo, cada uno echa la culpa al otro. Pero culpa hay de todos. Culpable es la comunidad madrileña y sus inspecciones, que ha hecho fatal un trabajo de vigilancia. Culpable son leyes que permiten a estos negocios, que eso son las residencias con plazas concertadas, convertirse en sacadineros ante la necesidad ajena. Pues se les autoriza a contratar al personal a su buen criterio, siempre economicista, y no lo vigilan. Culpables son los sindicatos, aunque ahora echen todos balones fuera. Culpables son los directivos responsables, pues al parecer había en los cajones ciertas denuncias ocultas. Culpables son los familiares que no estuvieron todo lo atentos que debían ante la indefensión de sus mayores. Culpables son estas bestias que hemos visto golpear e insultar a unos pobres viejos. Y culpables somos todos los ciudadanos que no exigimos medidas de carácter oficial para que los políticos afronten de una vez un reto pendiente: la atención a los ancianos. Porque de los viejos apenas de acuerdan cuando llega una campaña electoral.
Falta en España política de altura ante una realidad: somos un país envejecido, y lo vamos a ser mucho más porque nuestro suicidio lento es la baja natalidad. Es que cuidar a nuestros viejos -muchos carecen incluso de familia de apoyo- es competencia de un estado que nos fríe a impuestos pero que los gestiona mal. ¿ Pero en qué cabeza cabe que no se estén construyendo por todos lados hospitales de larga estancia y se ingrese a viejos de multipatología en centros hospitalarios carísimos, no especializados en Geriatría? ¿Pero cómo se pueden entender las altísimas cifras de ancianos viviendo solos en pisos o casas inmensas, mal atendidos, sin que nadie piense en una solución inteligente? ¿Pero quién se cree que la actual ley de dependencia es una solución suficiente ante un problema de tal magnitud? ¿Pero cómo puede haber pueblos ideales para dar una vida feliz a los viejos, dispuestos a instalar allí residencias adecuadas para ellos, a los que no se les facilita esta demanda mientras siguen creciendo los geriátricos impersonales en las grandes ciudades?
Basta ya de ocultar a los ancianos, porque estamos derrochando un caudal de valores y conocimientos que no nos podemos permitir. Basta ya de ponernos medalla presentando las tasas de longevidad, porque vivir no consiste solo en sobrevivir. Basta ya de ministerios y secretarías generales absurdas. El ministerio que urge es el de la atención a los ancianos. Porque, por nuestros errores, somos ya un país de viejos, pero curiosamente hemos perdido al respeto a la vejez. Lo vamos a pagar muy caro. Tiempo al tiempo.
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