A nadie se le oculta que los españoles vivimos una de las horas más preocupantes y delicadas de la política nacional. Al cabo de cuatro décadas de la instauración de una democracia parlamentaria, que ha funcionado razonablemente bien desde 1977, una serie de circunstancias (la ... dura crisis económica de 2008; la necesidad de actualizar algunos aspectos de la Constitución; la conversión de nuestro bipartidismo en un modelo multipartidario –la última incorporación ha sido Vox– y la aparición del corrosivo fenómeno del populismo) han trastocado visiblemente el bonancible escenario político cuyos cimientos se trazaron con los gobiernos de Adolfo Suárez.
Dicen que la buena democracia, la democracia sólida y estable, es aburrida. Estoy de acuerdo. En democracia todo está previsto. Todo se desarrolla con arreglo a parámetros de normalidad y conforme a un guión que, todos, gobernantes y gobernados, conocen y aceptan de antemano. Saben a qué atenerse. La democracia saludable es previsión y normalidad. Sin sobresaltos. Sin embargo hoy –más allá de las contiendas electorales, que comportan un admisible grado de tensión entre los diferentes partidos políticos intervinientes– tenemos que reconocer, si somos sinceros, que existe un alto grado de insatisfacción en la sociedad. Miramos al poder, exigimos el cumplimiento de promesas o la solución para los muchos y acuciantes problemas que atenazan a colectivos, instituciones e individuos, y la respuesta gubernamental tarda en llegar o, sencillamente, no llega.
En España, además de suceder lo que he escrito más arriba, la situación se torna más negra al concurrir asuntos o circunstancias verdaderamente graves que se suman al capítulo de problemas. Son problemas serios. En efecto, la sociedad española padece males que se arrastran de toda la vida sin haberse solucionado: un paro estructural que deja perplejos a los analistas; un fuerte desequilibrio entre la España interior y la periférica; una amplia necesidad de modernizar la economía, la empresa, la industria; y también lograr un equitativo reparto de la riqueza nacional. Capítulo aparte merecen la absoluta exigencia de reformar, racionalizar y poner al día la Administración de Justicia y cristalizar un modelo educativo consensuado y único. La tarea es hercúlea. Los esfuerzos de un único partido para hacer frente a estos grandes retos han resultado baldíos.
Empero la nómina de problemas graves de nuestro país se engrosa hoy, desafortunadamente, con el colosal desafío de los separatismos, particularmente el catalán. En efecto, los españoles hemos sufrido una indiscutible insurrección, un golpe contra el ordenamiento constitucional, un gravísimo ataque a la Constitución y a la democracia, golpe que, a mi juicio, continúa y pende sobre nuestras cabezas como la espada de Damocles. El golpe –lo comprobamos todos los días– sigue vivo. Ahora le ha correspondido al partido socialista empuñar el timón del Estado. Se trata de un gobierno débil, con reducidos apoyos, insuficientes en mi opinión para enfrentar tantos retos y desafíos y de tan profundo calado como plantea el actual ruedo político.
En los años setenta Italia se encontró ante otro crucial momento que el partido comunista –comandado por Enrico Berlinguer– solucionó mediante el llamado 'compromiso histórico'. El compromiso histórico consistió en una colaboración entre los partidos políticos de mayor representación nacional: la Democracia Cristiana, el Partido Socialista Italiano y los comunistas. Con ello se alcanzó el máximo consenso, se reforzaron las instituciones democráticas y se evitó la destrucción de la propia democracia. Si esos tres partidos políticos –tan antagónicos– fueron capaces de ponerse de acuerdo para tirar del carro de los problemas nacionales, ¿sería impensable, en el caso español, que los partidos constitucionalistas se pusieran de acuerdo, formaran un agrupamiento, para hacer frente a problema tan grave como la integridad territorial del Estado?
Esa es la responsabilidad histórica del PSOE: liderar la defensa del sistema político de 1978 y aunar a los constitucionalistas para defender y asegurar la unidad constitucional de España. La responsabilidad histórica del PSOE estriba en que debe elegir, como socios y aliados, al Partido Popular y a Ciudadanos, y alejarse de separatistas, populistas y demás formaciones disgregadoras. En lugar de ir de la mano de golpistas, nacionalistas, antisistema y de la ultraizquierda marxista, el socialismo español de la hora presente tiene la enorme responsabilidad de propiciar un 'compromiso histórico' con las formaciones que asumen y respetan el actual marco constitucional.
Esa sería la línea política responsable y racional, la que ansía una gran mayoría de españoles. Con ella desaparecerían muchos de los grandes problemas y taras de la vida política española, las famosas 'asignaturas pendientes' de nuestra pública convivencia. Ese agrupamiento interpartidario levantaría un muro inexpugnable ante los enemigos del Estado y resolvería angustiosos problemas económicos y sociales que un solo partido revélase impotente para pechar con tan pesada carga. Sí. Sería el escenario que acabaría con tanta frustración. El PSOE tiene hoy esa responsabilidad.
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