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El español no es una lengua muy eufónica. Posee una inmensa eficacia morfológica y una sutileza lexical que nos distingue por rango sobre hablantes de otras lenguas despistadas en el hipérbaton o constreñidas por la ausencia crónica del verbo 'estar'. Frase tan simple como 'Luis ... estuvo listo' supone un enigma de comprensión para franco-anglo-italo-germano parlantes. No digamos para los húngaros. Eso es una ventaja. Nos da una visión más amplia de la vida y sus delicadezas así en origen, por mera adquisición del lenguaje. Detalles complejos que otros necesitan aprender por conceptualización, nosotros los adquirimos en la cuna.
Pero como nadie es perfecto, pagamos nuestra envidiable capacidad expresiva con la pesadez fonética: el español suena 'duro'. Las consonantes fricativas como la 'G-J' y la vibrante sonora 'R' nos condenan a herederos implacables del latín puro, como me dijo un amigo italiano hace años. Así nos escuchan, como a rudos centuriones en una película de semana santa. Josep Pla se lamentaba de «lo feo» del sonido 'J', capaz de estropear una palabra tan hermosa como pájaro. Cuando los italianos achacan al español su falta de «fineza» no se refieren, evidentemente, a la virtud explicativa del idioma (faltaría más), sino a que les suena a artillero de Cáceres imponiendo su voz por encima del estrépito de los cañones.
Otra paradoja (a lo que vamos): el modo verbal imperativo español, que por definición debería de ser el más áspero de todos, se distingue por su exquisita suavidad, yo diría que dulzura: 'sentaos', 'id', 'mirad', 'fijaos' son vocablos tan corteses que tiene uno la impresión de estar disculpándose cuando los utiliza, como contrito por recurrir a ese mandón imperativo. De modo que nuestros contemporáneos, para no desdecir la fama desabrida del idioma que hablan, han decidido sustituir el amable imperativo por un tosquísimo infinitivo, vibrante gracias a la señorona 'R': «Sentaros aquí mismo», «mirar qué día más bueno ha salido», «poneros de pie» y desperdicios similares inundan no solo las conversaciones del común sino los medios informativos, la locución telediaria y los discursos de los políticos. Dentro de poco, el infinitivo usurpador se colará en el idioma escrito, algún espabilado defenderá su legitimidad de uso y algún lingüista teorizará el nuevo modo verbal: «infinitivo categórico». Y será entonces llegado el triste momento en que los italianos tendrán razón al reprochar a los españoles que «nos falta fineza». Porque, demostrado, nos falta fineza.
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