Son más inteligentes que nosotros. Atisban la trampa global allí donde nosotros vemos solo política. Saben que las Torres Gemelas las derribaron los israelíes en connivencia con la CIA, que Macron es un dictador y Marine Le Pen la única esperanza real del continente europeo. ... Lo tienen claro como el agua y se sonríen condescendientes cuando les mostramos nuestro mapa simplista del mundo. Creemos, ingenuos y torpes de nosotros, lo que Soros, Gates y el club fantasmal de Bilderberg quieren que creamos.

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Donald Trump era la única esperanza y los poderes oscuros se han encargado de acabar con él. Los campesinos de Missouri y Arkansas lo saben bien. Tienen la misma información que nuestros amigos inteligentes. Unos han encontrado la verdad en el evangelio de internet y otros en la intuición que da recolectar mazorcas. El covid-19, naturalmente, es la prueba que les da la razón en todo. La refutación de los planteamientos ingenuos. El exterminio mundial está programado, nos dicen. Los que hemos recibido la vacuna moriremos en un plazo de dos años. Es algo que está más que contrastado. No se explican cómo no nos damos cuenta. Vendrán a nuestros funerales, con su sonrisa indulgente.

Hay que dejar espacio para la nueva horda de esclavos mundiales, nos aseguran al mismo tiempo que niegan la existencia del virus y la inutilidad de llevar esas mascarillas tóxicas con las que andamos como corderos con bozal. La contradicción no importa. El exterminio programado y al mismo tiempo la inexistencia del virus. Un enigma encerrado dentro de un misterio que los pobres tarados como nosotros no llegamos a vislumbrar. Tal vez estemos en las puertas de una intervención extraterrestre, aventura alguno de los iniciados, de los más inteligentes. No se cuestionan que sus sofisticadas –y al mismo tiempo tan evidentes– teorías sean las mismas que las de unos tarugos de Minnesota que en su vida han leído un libro. Ni falta que les hace. La suya es una sabiduría que flota en el aire, una inteligencia natural que les permite atisbar los resortes del verdadero poder. Es cuestión de óptica. Nosotros no vemos los hilos de la marioneta, ellos los ven con absoluta nitidez y por eso nuestra miopía los mueve a una compasión que linda con la mofa. No se vacunan. No son cobayas de laboratorio. Nosotros sí. Nosotros, torpes, aborregados, confiamos en la ciencia –ese nuevo ídolo de barro, nos dicen– y asumimos el riesgo debilísimo de un trombo o unos indeseados efectos secundarios. En un acto por querer salvarnos y también en un acto de civismo. Del que acabarán aprovechándose ellos. Tan inteligentes, tan insolidarios.

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