La irrupción de la realidad
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Puerta Real ·
Ahora ya no podemos vagar por los limbos doctrinales y volvemos al estado sólido. Hemos vuelto a la realidad, donde la charlatanería tiende a ser contraproducenteAl margen de los temores y de la necesidad de disciplina social para contener la epidemia que marcará nuestra época, el coronavirus nos ha traído una aparente novedad: nuestro entorno conlleva riesgos. La realidad existe, tiene consistencia, no es esa evanescencia gaseosa que suelen proyectar ... los imaginarios ideológicos.
La realidad es real por muchos esfuerzos que hagamos por convertirla en inventiva literaria. Tiene capacidad de abrirse paso entre la maraña de proyecciones con que la enmascaramos. Los molinos son molinos y no artificios mentales.
No es que nuestras querencias consistan en lanzarnos desaforados contra gigantes salidos de ficciones. Gusta más mirar hacia otro lado.
Sin embargo, la vida pública se fue desplazando, primero, hacia el estado líquido, en el que cada uno ve las cosas al gusto –por ejemplo, intrigas pecaminosas si alguien dona algo a la sanidad pública–; para acabar gaseosa, cuando las ficciones se toman por la realidad: hay quien imagina paraísos colectivistas y quiere experimentarlos, pese a la obviedad de que la ciudadanía está en otra cosa. Más prosaica, si se quiere, pero en otra cosa.
Sólo puedes pensar en intervenciones gubernamentales sobre los medios de comunicación si tu reino no es de este mundo, como dique pasó en el Consejo de Ministros la semana pasada, azar inverosímil que nadie ha desmentido.
De tanto magnificar el relato, hemos construido una vida pública sobre el desprecio olímpico de las realidades. Lo importante pasó a ser el qué diremos, cómo contraatacaremos, de qué forma el accidente, el crimen o la caída de empleo encajan con los argumentos ideologizados con que explicamos el mundo, convertido en un estereotipo.
Lo importante no fueron ya los virus –sociales y de los otros– sino cómo podemos endilgarle la culpa al contrincante, qué argumento lo demolerá más. Con la esperanza de que pasara como en la novela de Cervantes, cuando «todos los circunstantes, con triste y piadoso acento, respondían amén amén tres veces». Por la sobreexcitación ideológica, lo importante dejó de ser qué sucedía y fue qué se decía: lo que imaginaban las ideologías, todas autistas, todas satisfechas.
Ahora ya no podemos vagar por los limbos doctrinales y volvemos al estado sólido. La exigencia resulta paradójica. Hemos vuelto a la realidad, donde la charlatanería tiende a ser contraproducente. Contradictoriamente, en el nuevo mundo que estrenamos la semana pasada todo adquiere un aire de irrealidad, una vez que vivimos aislados, sin proximidades físicas, sin paseos, sin bibliotecas, sin parques, sin bares… El retorno de la realidad, en la que nos tenemos que arreglar con nosotros mismos, nos ha dejado de un aire.
Subsisten los inmunes a la realidad. Un independentista con ínfulas: «La prensa europea confía en la ciencia catalana para acabar con el coronavirus». ¿No hará falta un equipo de psiquiatras? Fundamental: no sacar moralejas. No es cierto que nos mereciésemos esto, ni que nos merezcamos nuestros políticos ni que todo pase por fiarnos de estos y no de los otros. Otra cosa es que nos convenga espabilar.
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