
Tortura y resiliencia de Jesucristo
Javier Castejón
Médico y escritor
Domingo, 13 de abril 2025, 23:32
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Javier Castejón
Médico y escritor
Domingo, 13 de abril 2025, 23:32
«Padre, aparta de mí este cáliz» (Mateo 26:39), imploraba Jesús en la noche de Getsemaní, porque intuía y temía lo que le esperaba: ... la tortura y muerte en la cruz.
La tortura ha sido empleada a lo largo de la historia como un medio para doblegar la voluntad del ser humano, a efectos de obligarle confesiones, aunque en otros casos su finalidad fuera simplemente la humillación de la víctima e incluso la destrucción de su personalidad.
En el caso de la pasión de Jesús, si nos atenemos a los hechos relatados en los evangelios, los torturadores no pretendían reclamar información alguna a la víctima, sino solo su humillación pública y conseguir que abjurara de sus afirmaciones previas, cuando... el sumo sacerdote le dijo: «Te conjuro por el Dios vivo que nos digas si eres el Cristo, el Hijo de Dios. Y Jesús contestó: Tú mismo lo has dicho» (Mateo 26:63-65). Es pues este y no otro el propósito de los torturadores de Jesús: ridiculizarle ante la población, humillarle y obligarle a reconocer su blasfemia.
No en vano la neurociencia ha demostrado que el sufrimiento extremo genera cambios fisiológicos, hormonales y neurológicos que alteran la percepción de la realidad y deterioran la capacidad cognitiva de la persona sometida a tormento, llevando a esta a la aceptación de los planteamientos expresados por su torturador. Sin embargo, los relatos evangélicos sobre la pasión de Jesucristo muestran un comportamiento inusual en este contexto, pues este mantuvo la razón, el control y la aceptación de su destino hasta el último momento.
La misma neurociencia afirma que no es habitual la resistencia psicológica a la tortura, siendo poco numerosos los casos referidos en este sentido. Las escrituras describen que, antes de ser clavado en la cruz, Jesús sufrió brutales torturas, pues fue golpeado, azotado y burlado con una corona de espinas. Luego, le condujeron al Gólgota, donde fue crucificado entre dos criminales, permaneciendo en la cruz durante seis horas, soportando intensos dolores, burlas y extrema deshidratación.
Este artículo analiza, desde una perspectiva neurocientífica y psicológica, cómo la respuesta de Cristo a la tortura difiere de la reacción humana habitual ante el dolor extremo, y explora las posibles explicaciones de la cuestión.
Los estudios sobre los efectos de la tortura en el organismo han evidenciado que esta genera una activación masiva del sistema nervioso autónomo. El eje hormonal responde al estrés liberando cortisol y catecolaminas, provocando taquicardia, aumento de la presión arterial, alteraciones en la percepción de la realidad y la memoria, disminución de la actividad en la corteza prefrontal –responsable de la toma de decisiones racionales– y sobreactivación de la amígdala cerebral, causante de una respuesta emocional descontrolada. Todo ello lleva casi siempre a que los torturados experimenten una disociación de la realidad, alucinaciones, delirios y pérdida del sentido del yo.
Sin embargo, el caso de Jesucristo desafía estas reacciones habituales, pues, pese a la intensidad y lo prolongado de la tortura sufrida, mantuvo en todo momento la claridad mental. Sus últimas palabras reflejan compasión: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34), e incluso empatía cuando se dirige al ladrón crucificado a su lado: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lucas 23:43).
Para interpretar la cuestión desde el punto de vista psicológico, cabe referirse a la vida y obra de Victor Frankl, conocido humanista y psicoanalista, quien así mismo pasó varios años en el campo de concentración de Auschwitz como prisionero de los nazis. En su ensayo de carácter autobiográfico «El hombre en busca de sentido» describe como la fuerza espiritual y la concentración en un propósito superior pueden ayudar a soportar la tortura y el sufrimiento. Esta cuestión se relaciona directamente con posibles explicaciones científicas susceptibles de aportar luz a la resistencia de Jesucristo y otros ejemplos de la historia ante el sufrimiento extremo infringido en la tortura.
De hecho, psicólogos y neurocientíficos hablan del posible «estado de conciencia elevado», como modulador del sufrimiento inducido en la tortura. Los monjes budistas, por ejemplo, han mostrado, mediante estudios de neuroimagen, una menor activación de la amígdala y una mayor regulación prefrontal en situaciones de estrés.
También se ha postulado el «efecto neuroprotector de la fe». Estudios en prisioneros de guerra han demostrado que aquellos con fuertes creencias religiosas presentan mayor resiliencia ante el dolor y el sufrimiento, arguyéndose que la fe puede generar un estado de «anestesia espiritual», que contribuya a este control.
Igualmente se habla de «producción endógena de opioides», porque se ha observado que en situaciones extremas, el cerebro libera neurotransmisores con efectos analgésicos que disminuyen el dolor y propician un estado de calma.
Aunque de entre todas las hipótesis estudiadas por los investigadores, la que más predicamento posee es el llamado «sentido de propósito superior», como propusiera la escuela psicoanalítica del antes mencionado Victor Frankl. Según esta, las personas con un propósito de vida trascendental parecen poder soportar un mayor grado de sufrimiento sin perder la razón.
Aún así, la historia de la pasión de Jesucristo y otras similares que podemos encontrar en textos sagrados e históricos, continúan siendo fenómenos excepcionales desde el punto de vista neurocientífico y psicológico. Podemos concluir que más allá de la ciencia, sus ejemplos siguen siendo testimonios de fortaleza y amor que desafían la comprensión humana del dolor y la muerte.
¿Como si no podría entenderse que una de sus últimas afirmaciones en la cruz llevara implícito un mensaje de aceptación total de su destino, cuando dijo: «Todo está consumado» (Juan 19:30)?
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