Refugiada entre sus muros, la vieja ciudad de Jerusalén se estremecía en la oscuridad bajo las estrellas. Sus moradores descansaban de los afanes del día, ajenos al deicidio que se fraguaba en las entrañas del Sanedrín entre los ancianos del pueblo y los príncipes de ... los sacerdotes.
Las viviendas se arracimaban sobre los montículos donde se levanta la ciudad. Aislados resplandores de antorchas iluminaban la noche de plenilunio, destacándose contra el cielo el gran recinto del templo con las torres de la fortaleza Antonia y, algo más allá, el imponente palacio de Herodes el Grande, «una maravilla indescriptible», en palabras del historiador Flavio Josefo.
Poncio Pilato, prefecto de la provincia romana de Judea, había llegado a Jerusalén desde su residencia oficial de Cesarea Marítima, como solía hacer durante la Pascua judía para gobernar de cerca, con su guarnición de legionarios, una ciudad inundada por judíos provenientes de todo el imperio romano para sus fiestas de peregrinación.
Aquella madrugada, sin embargo, su turbación la causaba uno solo de ellos, un tal Jesús de Galilea, un reo que le habían llevado a deshoras para ser ajusticiado por las leyes romanas, un agitador, un nigromante al que los barbudos del Sanedrín deseaban aplicar la pena de muerte por supuestas blasfemias contra sus santos preceptos.
Poncio Pilato escrutó al preso desde la altiva autoridad que ostentaba como procurador romano. Lo interrogó con más curiosidad que interés, y todo cuanto había adivinado en sus ojos, y cuanto alcanzaba a comprender de sus misteriosas palabras, lo inclinaban a declarar su inocencia pero la inquina contra el preso del sumo sacerdote, Caifás, y la hostilidad de sus secuaces, lo empujaban a condescender con aquellos religiosos fanáticos que amenazaban con denunciarlo a él mismo ante el César por complicidad con un judío sedicioso que se declaraba rey y, por tanto, enemigo de Roma. Para aumentar su desasosiego, Claudia Prócula, su esposa, le había rogado con lágrimas por aquel hombre, con el que había tenido sueños de mal augurio los últimos días.
Sin embargo, nada pudo hacerse en el consejo de ancianos ni en la residencia de Herodes ni en el pretorio del gobernador para detener el cumplimiento de la Historia y de las profecías.
En el frío amanecer, una larga caravana de comerciantes nabateos se abría paso por el desierto de Judea.
Grupos de pescadores arrojaban sus redes a las aguas del lago de Genesaret.
Campesinos a lomos de pequeños asnos se dirigían a sus viñas, o a sus campos de olivos, de lino o de cebada.
El mundo, más allá de las murallas de Jerusalén, del monte de los Olivos y del valle de Josafat, proseguía sus labores en los anchos dominios del imperio, olvidados de aquel galileo cuya muerte dejaría su sangre y sus palabras grabadas a fuego en el corazón y la memoria de los pueblos conocidos y venideros.
El día despuntaba sobre las cuatro torres de la fortaleza Antonia.
El preso había recibido un castigo atroz que no contentaba a sus enemigos.
Lacerado de pies a cabeza, humillado, escarnecido y flagelado hasta la raíz de los huesos, sus discípulos y cuantos lo seguían con creciente fervor, se preguntaban por qué el Maestro se había entregado a ese final tan vejatorio, él, que había sometido a voluntad a los vientos y hecho resplandecer cuanto tocaba, quien había confesado su filiación divina y conocía la lengua secreta de todas las cosas. No. No alcanzaban a comprender semejante agonía para quien había esparcido su aliento poderoso por caminos y sinagogas, por montes y riberas, y había devuelto la vista a los ciegos, caminado sobre las aguas del mar de Galilea y resucitado a los mismos muertos de su tumba. Algo no era como habían creído. Algo escapaba a su entendimiento. Por qué esa mansedumbre en la caída y en la derrota.
Con todo, no se atrevían a juzgar aquellos actos con su razonamiento humano. Qué podían saber ellos de la secreta voluntad y propósitos de un alma que se había alzado a las mismas alturas de los dioses.
Herido el pastor, las ovejas del rebaño se dispersaron, confusas y temerosas.
Solo unos pocos entendieron que, sin esa muerte, no habría habido resurrección ni se habría demostrado su inmortalidad, y la de todas las almas. El cuerpo perece, como toda vida terrenal. Poco precio parecía sacrificar una vida pasajera por otra de eterna bienaventuranza. Si se veía uno capaz de fiarlo todo a tan sublime promesa.
Desde el alba, las horas se suceden lentas y dolorosas.
A la luz del día, Jerusalén se cubre de espanto, de lágrimas, piedad y sangre.
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