El otro día, espatarrao en el sofá en plena ola de calor, hice como que leía hasta quedarme frito, a pesar del aire acondicionado. Soñé con la playa. Y con aquellas tórridas, largas e interminables tardes en las que cantaba la chicharra y, como los ... móviles todavía no existían ni en la fértil imaginación de los escritores de ciencia ficción más visionarios, pasábamos las horas entre las páginas de los libros y las fichas del dominó.

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Durante un tiempo, mis padres nos obligaban a mi hermano y a mí a echar la siesta. A echarla, que no a dormirla. Demasiado nerviosos e inquietos a aquellas edades para despachar sueños (in)voluntarios y a deshoras. No tardaron en darnos por imposibles, también en eso.

Si había una actividad prohibida, anatema total bajo pena de eterna maldición, era bañarse antes de las seis de la tarde. Siempre hemos sido de comer tarde, terminábamos a eso de las cuatro y no podíamos siquiera plantearnos darnos un chapuzón durante las famosas dos horas de digestión, la mejor prueba que existe acerca de la relatividad y la elasticidad del tiempo. ¡Qué horas más endemoniadamente largas, aquellas dos que te prevenían y vacunaban del temido corte!

Corte de digestión. Ni el peor de los supervillanos de la Marvel daba tanto miedo. No había nada más aterrador, cuando éramos chaveas y comíamos migas y sardinas en la playa, que EL grito.

—¡Niño! ¡No te vayas a bañar todavía, que te va a dar un corte de digestión!

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Aquella amenaza, pillado in fraganti cuando te deslizabas furtivamente por el rebalaje con el sabor de la sandía aún en la boca, era un rayo paralizante que te helaba las venas. Te volvías a la arena, triste y cabizbajo, con la sensación de que quedaban aún eones de tiempo antes de que tus tripas, esas lentorras, terminaran de hacer su trabajo.

Leo ahora que el corte de digestión no existe. Que es un mito. Hidrocución, lo llaman los especialistas. El cambio de temperatura, y tal. De ahí lo de meterse despacio en el agua y frotarse la tripita antes de sumergirse. Todo muy científico, cuqui y aseado, sin duda. Pero me quedo con ese grito de abuela. «¡Pero andevás, desgraciao, que se te va a cortar la digestión!».

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