Mirémonos al espejo

Carolina tiene síndrome de Down y su madre, Luisi, la apuntó a una escuela de verano en el Parque Nueva Granada donde pasar estos infernales días de julio, tan insoportables, largos y tediosos. Pero no fue posible. La fundación Padre Manjón que gestiona el programa ha señalado que la niña no se adapta y que ha mostrado mal comportamiento.

Primero fue que no. Después, gracias a la mediación de la asociación Granadown, pareció que sí. Que a una niña con síndrome de Down le cueste integrarse con sus nuevos compañeros y requiera de una atención especial parece de lo más normal y razonable. En Granadown se ofrecieron a asesorar a los monitores que llevan la escuela. Pero terminó resultando que no. ¿Por qué? Aún no lo sabemos. Parece que han citado a Luisi el viernes para darle una explicación, pero de momento, Carolina se queda compuesta y sin campamento.

Probablemente habrá razones burocráticas y económicas que avalen la decisión. Ni lo dudo ni lo discuto. Y de ahí el comienzo de esta columna. Un asco. Una pena. Una auténtica mierda. En pleno siglo XXI, en la Europa comunitaria y en una de las sociedades más avanzadas del planeta, potencia mundial que crece económicamente año tras año y todas las zarandajas triunfalistas que ustedes quieran; una niña con síndrome de Down no puede ir a una escuela de verano por falta de medios para su cuidado, seguimiento e integración. Así de lamentable. Así de patético.

Hay situaciones que nos obligan a mirarnos en el espejo para enfrentarnos a nuestras propias contradicciones. Estamos ante una de ellas. Uno de esos momentos que nos definen como comunidad, sin que quepan excusas ni disimulos. La cuestión es muy sencilla: ¿qué bazofia de sociedad hemos construido entre todos si Carolina no puede ir a esa escuela de verano?