Murió el poeta Joan Margarit en su casa de Sant Just Desvern, cerca de Barcelona, el pasado martes, dieciséis de febrero. Fue uno de los poetas de los años cincuenta y sesenta que, junto a José Agustín Goytisolo, Vázquez Montalbán, Gil de Viedma o Pere ... Gimferrer, leíamos en poemas sueltos o en antologías, verdadero descubrimiento para quienes teníamos veinte años en los setenta y éramos estudiantes de Letras que queríamos conocer todos los libros y participar en el debate abierto sobre la poesía de la comunicación y la poesía del conocimiento. Seguí leyendo sus poemas en los años ochenta, cuando él ya escribía simultáneamente en catalán y español y, en los últimos tiempos, lo he seguido con más dedicación y he visto varias entrevistas, antes y después de la concesión del Premio Cervantes, en las que he admirado su inmensa humanidad, su profunda sabiduría y la forma sencilla y generosa de exponer sus argumentos.
Joan Margarit era arquitecto y me gustan las fotos en las que aparece delante de la Sagrada Familia de Gaudí y con un casco en la cabeza, a pie de obra, pero su trabajo no le ha impedido escribir poesía porque, como él dice, nadie deja de ir a una cita de amor por no tener tiempo y para él, la poesía ha sido una necesidad vital, la forma de construir verdad, de levantar memoria y de ofrecer y procurar consuelo; también, y a partir de un momento, de poner su lengua materna en el lugar que le corresponde, sin renunciar por ello al castellano y escribiendo versiones magníficas, en dos lenguas, de un mismo poema.
Desde los primeros libros, 'Crónica' o 'El orden del tiempo', junto a lugares de su geografía sentimental, aparece ya la tristeza por la pérdida, el itinerario de hospitales, la muerte que llega silenciosa y fría, la interlocución cálida y cómplice con la amada y la sombra amable de algo impreciso que justifica la esperanza. En su poesía el tiempo es una forma de sensibilidad, con un presente en el que late la experiencia del pasado que acaba siendo «una fraternidad de lobos y melancolía por un paisaje que falsea el tiempo» y se proyecta en un futuro, consciente de que en ese tiempo -que él llama «la edad roja» - la partida es inevitable… En este laberinto de emociones y sentimientos, aparecen lugares, fechas y paisajes que enmarcan momentos cruciales de su vida: la casa familiar en la cuenca del Segre, Tenerife, París, la Estación de Francia, Barcelona y Sant Just; los años de la Guerra Civil y la postguerra, Anna y mil novecientos sesenta y siete, el tío Luis y la batalla del Ebro; las tardes de lluvia, las mañanas de invierno y el mar… También es frecuente la intertextualidad -¿cuándo no lo es?- y, a lo largo de su obra, encontramos a León Tolstoi y Ana Karenina, a Homero y Ulises, a Baudelaire y Las Flores del Mal, a Machado, a Cernuda y a Cavafis, sin olvidar la música, que le acompañó siempre. Con todo ese bagaje, el poeta elabora unos versos que consuelan con su verdad, aunque ésta no sea bella ni acabada, sino más bien el resultado de una búsqueda y un aprendizaje constantes.
La pandemia del coronavirus nos ha privado de muchas cosas en el último año y, entre ellas, del discurso de Joan Margarit en la Universidad de Alcalá con motivo del Premio Cervantes; queda pendiente su lectura y la de su último libro, Animal de Bosque, escrito en estos últimos meses.
Con esos textos, y todos sus libros anteriores, seguiremos transitando por el territorio de las lenguas, encontrando en sus poemas la verdad y el consuelo en los que supo trascender el dolor y hoy, a modo de homenaje, yo quiero recordar, con él, que libertad es la razón de la vida de los jóvenes, la esperanza de los viejos, un día de huelga general, una librería, las canciones prohibidas y una forma de amor.
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