La primera edición que tuve de '1984', publicada por Destino, contaba con una traducción de Rafael Vázquez Zamora que, según supe luego, había eliminado algunos pasajes 'inconvenientes' de la novela; triste final para una obra que denuncia la manipulación y la censura en todas sus ... formas. Posteriormente leí la versión de Miguel Temprano García que apareció en el sello Lumen –que llamaba Hermano Mayor al Gran Hermano, provocándome no poca confusión– y ahora me he hecho la de Jesús Isaías Gómez López, doctor en Filología Inglesa por la Universidad de Granada, profesor en la Universidad de Almería, incorporada por Cátedra a su colección 'Letras Populares'. '1984' ha de contarse en el número de libros que cualquier persona medianamente culta debería leer una vez en la vida (pero debe hacerse en su integridad y en las mejores condiciones posibles). Su lección es útil; también desazonadora. Cada lectura refuerza la impresión de que George Orwell no retrata un futuro distópico, sino el momento en que leemos, de ahí que no sea arriesgado afirmar que estamos en 1984, que vivimos en Londres (Oceanía), y que la multitud repite sumisamente una misma consigna: la guerra es la paz, la libertad es la esclavitud, la ignorancia es la fuerza…
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La sociedad ideada por Orwell se inspiraba en la máquina de triturar carne urdida por Stalin en la Unión Soviética y en la actualidad halla no pocas semejanzas con la Federación Rusa y una inquietante correspondencia con el gobierno de Corea del Norte, que parece empeñado en copiar página por página la entera novela. Vladímir Putin y Kim Jong-un son trasuntos inquietantes del Gran Hermano, líderes paternales antes que fraternales, que todo lo ven, todo lo saben, y han entrelazado sus destinos al de sus respectivos países en un lazo que aprieta, aprieta, aprieta. No obstante, de tan obvios, no vale la pena insistir en estos ejemplos. Se olvida que Orwell denunciaba cualquier forma de represión del individuo y, en este punto, Occidente haría mal en no darse por aludido. No vivimos en un estado totalitario, no digo esto –y cruzo los dedos al decirlo–, pero hay ciertos aspectos de la ficción en los que participamos plenamente, regodeándonos en ello con una alegría inconsecuente. En un lejanísimo 1949, Orwell imaginaba una sociedad futura sometida a la vigilancia permanente de miles de cámaras que seguían cada uno de los pasos de la gente, algo inadmisible entonces, convertido hoy en un bochornoso concurso de televisión. Pero hay más, mucho más.
El protagonista de la novela, Winston Smith, trabaja en el Ministerio de la Verdad y se dedica a reescribir noticias aparecidas en prensa para ajustar los datos de la realidad a las promesas hechas por el Gran Hermano desde esas mil y una pantallas que decía en el párrafo anterior. Winston Smith reescribe la Historia para mantener esa aura de infalibilidad que el Partido ha conferido a su líder: «El pasado se borraba –escribe Orwell–, el borrón se olvidaba, la mentira se convertía en verdad». En este punto, los ejemplos actuales serían innumerables. Nuestros políticos, todos ellos, obedecen ciegamente la disciplina de partido y han convertido en dogma de fe el famoso 'Donde dije digo, digo Diego', añadiendo un aplomo bien ensayado, bien engrasado, patético. Entre los ejemplos recientes de reescritura de la Historia podría señalarse el de Esperanza Aguirre, la ínclita expresidenta de la Comunidad de Madrid, quien, en un acto celebrado el 14 de abril –ojo al dato–, aseguraba que nuestra Guerra Civil habría empezado en 1934 por culpa del PSOE [Sic]. No cabe hablar de desliz, sino de una tergiversación perversa de los hechos, pero sorprendentemente no ha tenido la repercusión que merecía. Pero hay más, mucho más.
En la ficción, la reescritura conlleva la adaptación de los textos a las normas de la neolengua. El objetivo de esta última –según Syme, un filólogo entregado a la causa– es dejar el idioma en los huesos, disminuirlo, empobrecerlo: «Cada año habrá menos y menos palabras, y el alcance de la conciencia siempre será cada vez menor». Ninguna palabra surge porque sí. Cada palabra es una 'unidad de significado' y se corresponde con una realidad, una acción, un matiz, una idea. A menos palabras, menos realidades, menos acciones, menos matices, menos ideas. Hoy, algunos jóvenes (y no tan jóvenes) usan unos pocos cientos de palabras en el día a día. A pesar de multiplicarse los espacios donde pueden expresarse, no aumenta el número de cosas que son capaces de nombrar. Estoy pensando en las llamadas redes sociales, que tienen más de lo primero que de lo segundo. En teoría, estas redes deberían haber servido para acercar el mundo al mundo, pero se han convertido en una foresta poblada de 'trolls' y 'hackers' que hacen pensar en los Dos Minutos del Odio de '1984' donde los ciudadanos dan rienda suelta a la bilis acumulada. El problema es que hoy esa ración de odio dura veinticuatro horas. Y hay más, mucho más.
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