Pese a que el sistema educativo español está hecho unos zorros, todavía encuentro motivo para la esperanza cuando veo alumnos que se interesan por algo más que por pasar de curso con la gorra. Por eso traigo a colación lo sucedido el otro día en ... una tutoría. Resulta que acude al despacho un estudiante universitario que lejos de intentar sonsacarme las preguntas del examen, va y se interesa por la asignatura en sí, en concreto, por un asunto que considero de actualidad dentro de la temática de nuestro Derecho Constitucional –hoy tan corneado, por cierto-.
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El caso es que el alumno en cuestión se había topado en el manual de la asignatura con un fósil que nuestra tradición jurídica atribuye a diputados y senadores con el nombre genérico de prerrogativas parlamentarias; que son tres: inmunidad, inviolabilidad y aforamiento. Es decir, se trata -indiqué- de una triada de privilegios parlamentarios que la Constitución del 78 incorporó sin más a su texto tras rescatarlas del baúl de los recuerdos del más rancio parlamentarismo. Prerrogativas que, sobre el papel, se idearon en nuestro pasado histórico para preservar la posición y funciones del poder legislativo.
Como vi que el alumno ponía oído, lo invité a tomar asiento. Y acto seguido me enfrasqué en una explicación más densa del asunto con el objetivo de arrojar algo de luz sobre el sentido y la consistencia actual de estas tres prerrogativas ensambladas 'por ser vos quien sois'. Pero que a todas luces hoy son claramente discriminatorias, pues benefician a los ya privilegiados con un escaño y sus derivadas parlamentarias.
Si por separado (inmunidad, inviolabilidad y aforamiento) son ya un chollo, las tres juntas son canonjía del medievo que huele a rancio alcanfor a kilómetros. Una regalía de la que disfrutan diputados y senadores.
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Debatimos todavía un rato sobre el por qué a estas alturas del siglo XXI sus beneficiarios callan como novicias, y cómo es posible que aún hoy, los parlamentarios, sigan con la defensa numantina de esa bula de tres patas como si aún estuviéramos en los tiempos de Maricastaña.
Bien podrían ahora -añadí-, que se han puesto a tunear la Constitución, reformar este anacrónico privilegio que, en flagrante abuso, rompe el principio de igualdad entre ciudadanos, y que con todo desparpajo obsequia a sus señorías con un trato jurídico más propio del favoritismo medieval que del orden constitucional contemporáneo.
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En fin -concluí-. Este es uno de esos temas tabú de los que no quieren que se hable. Un asunto estigmatizado por los gurús y plumillas a sueldo de quienes gozan de tales prebendas. En definitiva, uno de esos argumentos que sus señorías no quieren mencionar siquiera, no sea que se levante la liebre y se les acabe la bicoca, como ha ocurrido en otros países occidentales, casi todos nórdicos, que hace décadas enterraron semejante afrenta constitucional por discriminatoria e incompatible con un Estado de Derecho.
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