
Campiña
Allí sentado y sin quitarme el casco de ciclista, dejé caer hacia atrás la cabeza y entorné los ojos relamiendo el tímido sol de invierno.
José Ángel Marín
Jaén
Lunes, 17 de febrero 2025, 21:40
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José Ángel Marín
Jaén
Lunes, 17 de febrero 2025, 21:40
Aquel fresno a la vera del camino invitaba a una parada. Aquella mañana la subida a Puerto Alto se me atragantó desde el primer repecho ... y, al divisar el árbol, pensé que su alfombrado de hojas secas quería decirme algo. Aflojé pedalada y decidí recuperar el resuello apoyando la espalda en su tronco pardusco y grisáceo, repleto de estrías en su corteza. Bajo sus quince metros, aquel fresno imponente solo proyectaba la sombra de sus ramas desnudas en febrero.
Allí sentado y sin quitarme el casco de ciclista, dejé caer hacia atrás la cabeza y entorné los ojos relamiendo el tímido sol de invierno. Envuelto en aquel silencio de campiña, me quedé traspuesto. Al poco, oí música de aperos. Era el sonido de una rastra de dientes, de una grada agrícola cuya herramienta de labranza tapaba surcos del anterior sembrado y percutía con acordes metálicos sobre piedras y cascotes. En su avance allanaba el terreno y mullía el suelo. Aquella letanía de hierros y ganchos desmenuzaba terrones y tornaba en fértil la tierra suelta.
Cuando el John Deere alcanzó mi cota, cesó el estruendo de guijarros y rejas. Entonces, el tractorista, un hombre enjuto algo mayor que yo, saltó de la cabina y me preguntó qué hacía allí sentado. Recuperar fuerzas -le dije-, tras darle los buenos días. El labrador correspondió mientras miraba mi bicicleta, y enseguida echó mano del morral que llevaba en la carlinga. Me invitó a queso y pan candeal. Le di las gracias, y entre bocado y bocado charlamos sobre los oficios del agro.
Escuché con atención la plática de aquel tipo de ojos vivaces y dedos curtidos, de pelo cano y mente presta, que con un lenguaje sin dobleces ni edulcorantes resumía el resquemor del gremio agrícola y ganadero, de quienes pagan la fiesta de la sostenibilidad inventada por los que nunca vieron parir una cabra, ni tocaron una azada, pero que mucho predican de seguridad alimentaria, de esos que quieren que traguemos harina de gusanos y puré de insectos. ¡Fíate tú de los peces de colores!
Aquel hombre rural trajo a colación la actitud de madrastra de la Comisión Europea con nuestro agro, y el buen rollito que se gasta con la producción foránea. Comentó lo demencial de la Directiva Marco del Agua (DMA) y de otra sobre Inundaciones (DI). Habló del montón de medidas que perjudican a cuantos generan alimentos cercanos.
Pero se le quebró la voz al mencionar la falta de relevo generacional en el campo, debida –dijo- a la persecución a agricultores y ganaderos. Añadió que en una década se jubilarán el 70% de los productores en España, pues la edad media de estos es de 63 años; personas esforzadas que tienen serias dificultades con el fárrago telemático y la burocracia impuesta por una ursulina -von der Leyen- desde su clausura de Bruselas.
Estreché su mano en la despedida, y el tractorista me dejó claro que ya vamos tarde a declarar los oficios del campo como actividad estratégica de vital importancia.
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