Ya nadie escribe cartas y precisamente por eso voy a dedicar esta columna al género epistolar. Hablemos pues hoy de las cartas. No de las de la baraja, sino de la escritura íntima y en ausencia, de la correspondencia, de esa forma utópica de conversación ... donde cuentan los silencios y se respetan los tiempos, donde uno piensa y de ello se deja asiento, donde se plasma en el papel lo grave y lo anecdótico, lo arduo y lo festivo, lo irónico y lo entrañable, incluso lo rituario; donde uno dice con grafías y otro clava sobre las letras la mirada atenta, donde mientras uno acuña el otro calla y espera, sin atropellos, a que le llegue su turno de poner negro sobre blanco.

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Como el lince ibérico o el tigre de Sumatra, no es que las cartas estén en la cuerda floja, diré que el género epistolar está en vías de extinción, si es que no se ha extinguido ya, durante este rato en que pulso las teclas. Y con la abolición de las cartas creo que se pierde algo más que una simple diversidad literaria dispuesta para bureo de eruditos.

Hasta es probable que esta columna de un dieciocho de julio cualquiera no sea otra cosa que eso mismo: una carta, una especie de mensaje en una botella que lanzo al océano de las expectativas, que endoso a esa procelosa marejada de tecnologías en las que escribir cartas no se lleva. Sí, el género epistolar parece cosa de náufragos en una isla perdida en medio de un mar proceloso, oficio de robinsones que no quieren ser rescatados por la lancha rápida de la desesperación colectiva.

Aun así, espigo un par de ideas de la alcancía de mi sesera, las aplasto sobre el papel, les doy secante, doblo el pliego y lo introduzco en el frasco que dejó huérfano sobre la arena aquel genio de la lámpara al que comisionó Simbad para compañía de náufragos en las mil y una zozobras. Luego, pongo tapón de corcho al vidrio, sello con lacre bermellón la boca del tarro y le doy franqueo sobre las olas, con la certeza intacta de que su S.O.S. será, una vez más, pasto de sirenas.

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Ya ve el amable lector que esta columna ha metamorfoseado en epístola casi sin yo quererlo. Muda en una suerte de carta en la que quien remite no conocía su dirección exacta, pero sabía que componiendo algunas señas llegaría a su destino.

La carta es un gesto comunicativo de esos que nos hacen personas. Y no cualquiera, como esos que algunos llaman 'email'. Eso no es una epístola, es un quiero y no puedo, quizá el sucedáneo de una carta.

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Y, ¿por qué afirmo con algo de insistencia que la escritura epistolar está en trance de extinción? Lo digo porque son muy pocos los que se ocupan en cifrar un relato para que otro lo desentrañe, escasos los que consignan una crónica o arman sobre el papel un estado de ánimo con destinatario fijo o figurado, con su fecha, su encabezamiento, su salutación, su cuerpo narrativo, su despedida y cierre, e incluso con una firma de sangre fresca y tinta seca.

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