Envuelto en celofanes lo venden desde el poder establecido, como si el odio fuera nuestro sino. Nos dopan de frentismo porque a ellos va de perlas, pues la tirria forma parte de sus maniobras de supervivencia. Pero creo que entre españoles no es tanta la ... ojeriza. No veo en la gente tanta inquina. El personal, en general, se lleva. Mucho mejor de lo que quisieran quienes mandan. De hecho, en una localidad como la nuestra los paisanos se saludan por la calle y, entre vecinos, se preguntan por la salud.
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Corrección y cordialidad es lo que palpo en el trato común. Pero, claro, eso no sirve al interés partidista, y de ahí la siembra de discordia. Del asunto inquieta que la cizaña se propaga dentro y fuera de nuestras fronteras. Ahora alguien ha decidido que toca llevarse mal también con los argentinos y, si hace falta, con el 'sursum corda'. Y todo porque Milei no nos cuadra. Es lo que tiene aficionarse al sebo de los fanáticos que te hacen la ola y llaman 'puto amo'.
Por si faltaba algo, asistimos también estos días al reinicio de barricada contra los taurinos. Otro frente -poco original- que es recidiva de una úlcera muy manoseada, y que por el motivo que indico al inicio, conviene ahora azuzar.
Sí, de un tiempo a esta parte y sin saber por qué, al mirar hoy el panorama político me parece estar divisando el país de los orcos, esos seres astutos, tan zoológicos y miserables que a veces resultan cómicos, que Tolkien sitúa en sus relatos. Nos gestionan tipos de ese porte, odiadores profesionales, de sí mismos y de su entorno, lacayos de un régulo a quien obedecen por temor a perder la bicoca. Personajes que aborrecen la luz, ineptos para emplearse en algo constructivo, hermoso o artístico, y que con sus escasos rudimentos tienden 'puentes' al daño y la reyerta.
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Al hilo, y tras el último arranque del ministro de Cultura, anunciando que liquida el Premio Nacional de Tauromaquia (antes quiso vaciar el Prado y 'revisar' según su ojo clínico las colecciones museísticas españolas), me vino a la cabeza qué ocurriría si un ministro británico montara un pifostio con Canadá. O, qué pasaría si un ministro japonés quisiera finiquitar el arte marcial del sumo, ese combate donde dos luchadores se fajan cuerpo a cuerpo con el objetivo de vencer al rival.
En Japón el sumo es casi sagrado, aunque no todo el mundo lo practique. Es, como los toros, una actividad marcada por un ritual, una función que merece consideración por cuanto retiene de las venerables tradiciones niponas. El sumo es deporte nacional en Japón, aunque no sea de masas (ese honor corresponde allí al béisbol; curioso, teniendo en cuenta la importación de quienes soltaron allí dos bombas atómicas).
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Quizá la ocurrencia de nuestro ministro se debe a que se le escapa la complejidad litúrgica de la tauromaquia. Propio del incapaz de captar la fusión de lo popular con la destreza del paseo con arte entre el más allá y el más acá.
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