La estación de ferrocarril era un hervidero el domingo por la tarde. Gente corriendo de aquí para allá, muchos arrastrando maletas y otros mochila al hombro dándose patadas en el culo para alcanzar su vagón a tiempo.
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Como yo no tenía prisa -para la partida ... de mi tren faltaba más de una hora-, observaba aquel trajín con curiosidad, como haría un entomólogo a través del microscopio. Así, me apalanqué tranquilo en un saliente del muro. Desde allí veía las galopadas de los viajeros más retrasados, cuyo forzado atletismo a menudo era interrumpido por despedidas eternas de personas quietas, plantadas frente a frente en ese rompeolas de sentimientos que es el andén ferroviario. Desde aquel pescante vi parejas propinándose besos con ansia, las caricias postreras del fin de semana antes del retorno a la rutina.
No, claro, no me refiero a la estación de Jaén. No hablo de ese apeadero de saldo en esta capital que, como todo el mundo sabe, luce orgullosa su fama bien ganada de necrópolis ibérica saqueada por el abandono de propios y extraños.
Aclarada la obviedad, diré que me estoy refiriendo al bullir constante de la estación de Atocha, donde por razones profesionales tuve que hacer escala el domingo, camino de un acto universitario en el norte de España que se celebró ayer lunes por la mañana. Y si eso pasaba en Atocha, otro tanto ocurría en distintos aeropuertos, según supe luego por los colegas que desde sitios distantes también acudieron a la aludida cita académica.
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La escena que relato la trufaban chiflidos de locomotora, los crujidos metálicos de las vagonetas y esos inconfundibles efluvios de estación ferroviaria: una mezcla de humores humanos, hedores férreos y Zotal.
No sé por qué, al salir un convoy del AVE con destino Sevilla, seguramente cargado de entusiasmo y faralaes, recordé las últimas noticias de la escalada bélica que llama a las puertas de Occidente tras el ataque iraní a Israel. Me dio por pensar en el enjambre de misiles y drones que no son precisamente un juguete, y cuyas ojivas amenazantes nos apuntan.
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Reparé en que no soltaba humo aquel tren con destino a los festejos de abril. Pero la sociedad actual sí que echa humo. Chispas y humareda vinieron a mi mente al pensar en la tensión recrudecida en Oriente Próximo, tal vez la máxima en años tras esa represalia sin precedentes con que Teherán quiere intervenir en geopolítica, quizá con la lógica endiablada de vengar el ataque -atribuido a Israel- contra su consulado en Siria.
Ante tales pensamientos, y aunque la estación tenía la temperatura de un invernadero, sentí un escalofrío recorriéndome la columna vertebral. Los humanos no tenemos arreglo –dije para mis adentros-. Menos mal que Peter Sánchez se ha puesto manos a la obra y anda de gira por aquellos territorios. Gran líder mundial que –como suele- pacificará la situación en breve, antes de que la cosa vaya a mayores. Qué suerte contar con estrategas de su calibre
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