Tras el desbarajuste de agosto y sus espejismos de vidorra, llega septiembre con su costal cargado de rutina. A algunos la anestesia agosteña les ha ... permitido descubrir alguna cosa: un paisaje ignoto, un libro, una pasión prohibida al otro lado de la escalera o la incomodidad del sillín de la bicicleta. En mi caso, cada verano reparo –y cada vez con mayor frecuencia- en que prefiero la serenidad a esa entelequia rimbombante que muchos llaman felicidad; debe ser por estar ya más cerca de la tumba que de la cuna.
Este paréntesis vacacional ahora concluido, me ha permitido reflexionar sobre ese bailoteo de quimeras que se concitan en agosto, y que durante unas semanas nos acompañan de continuo como hacía ese mosquito nocturno que nos tomó la matrícula y zumbaba en nuestro oído al apagar la luz, en una salmodia de alado centinela que trasnocha auxiliado, en ocasiones, por el aire en calma, por la paciente Luna y, otras veces, por ese bochorno que te pone a cavilar sobre el sentido de tanto trajín.
Ahora que arranca septiembre y hemos dejado de ser veraneantes para volver a ser ciudadanos, ahora que arrumbamos el bronceador y recuperamos los antigripales, ahora que parecen lejanas las gincanas del chiringuito, sigo rumiando sobre esa búsqueda desesperada de felicidad instantánea que muchos aspiran a encontrar a miles de kilómetros de distancia, tomando aviones repletos de congéneres que arrastran ansiedad y maletas, haciendo escalas en tierra hostil (como ese 'pobre' españolito que fue a Tailandia a pasárselo pipa y le salió el tiro por la culata).
Sí, en estos días de calor sin tregua, reparo en la cantidad de recursos gastados y de ficciones hueras que metemos en la cabeza con la esperanza remota de que los días de asueto nos digan algo nuevo. Para eso, para exprimir el verano, nos hemos jugado el tipo practicando deportes esotéricos de riesgo, como el salto seudo-acrobático en acantilados empujado por cuñado atlético. También desafiamos al destino en hidropedal velocípedo con sobrinos coñazo al timón. Y, en un alarde de osadía, rifamos el pellejo y los pulmones en submarinismos varios, sorteando a duras penas el síndrome de descompresión, en un intento denodado de emular al intrépido Jacques Cousteau en sus mejores años.
No me digan que no es molona cualquier experiencia náutica o de chapoteo. Quién no se ha sentido en verano como un Capitán Nemo, sacando a relucir a ese lobo de mar que creemos llevar dentro, olvidando que el ser humano es un animal terrestre y no acuático.
Como digo, andaba yo dando vueltas a estos pensamientos vítreos sobre las distracciones y afanes veraniegos, cuando me asaltaron dudas sobre el equilibrio entre nuestra capacidad para obtener placer intentando controlar el mundo exterior, y los desajustes constantes de nuestro mundo interior, esos que nos impiden controlar lo emotivo y nos conducen a deambular sin rumbo por Mercadona con media piña en la mano.
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.